No busco la palabra respetuosa y suavizadora en esta ocasión. Al contrario, quiero enfatizar la condición de viejo, de vejez, de senectud en los seres humanos. ¿En qué momento cruzamos la barrera que nos separa de la madurez para convertirnos, de pronto, en viejos, tal vez ante la abrupta irrupción del adjetivo de quien nos lo echa al rostro, casi siempre con intención de ofensa?

Lo cierto es que envejecemos. Acostumbro a buscar al niño, al joven desaprensivo entre los pliegues de los rostros ancianos. Soy bastante implacable en el análisis de mi propio proceso de acercamiento al ocaso. Tal vez por eso estoy atenta ante los signos que va dictando nuestra condición: fallas de la memoria, reducción del oído, dolores nuevos, lapsus en el habla, distanciamiento de anteriores costumbres. Quienes luchan abiertamente contra ellos nos dan la ambigua impresión de esforzarse contra lo imposible: ¿cuánto tiempo a nuestro favor nos regala la cirugía estética?, ¿qué maquillaje eliminará la escéptica mirada de nuestro receptor frente a esa momentánea máscara de juventud?

Todo esto viene a cuento de haberme topado esta semana con dos viejos bellos. Volodia Teitelboim, chileno, y Thiago de Mello, brasileño, visitantes que trajeron el testimonio de su proximidad con Pablo Neruda, irradiaron energía y vitalidad al volcarse en una palabra plena de admiración por el amigo homenajeado que era, a su vez, producto de su propia pasión por la vida. Diferentes en sus estilos –el tono reposado de Volodia tiene resonancias de la voz del compañero poeta; la calidez que brotó de la pronunciación acariciante de Thiago solo podía provenir del Brasil–, específicos en sus historias, dejaron aflorar algo de lo mucho que han hecho en su largo camino por la vida. Militancia, escritura, traducción, recorrido del mundo. Lo siguen recorriendo pese a sus avanzados años. Jamás les tembló la voz que no haya sido de emoción. No perdieron el hilo de sus discursos, fraguados todos al calor de la evocación y del contacto con la gente.

Vejez noble, lúcida, venerable. Vejez hermosa. Cima de vidas útiles, afanosas, cumplidoras de metas. No me engaño sobre todo lo que puede haber detrás de la imagen firme y saludable de estos hombres valiosos: la cuota de dolores que a nadie le ahorra la vida, las caídas, los errores, los giros hacia nuevos rumbos en las indispensables reconsideraciones y reajustes, junto a la fidelidad a las verdades básicas. Los cuidados de salud. Los castigos de los sistemas y de la fortuna. Las previsiones para evitar el flagelo de la pobreza, tan cercana a los intelectuales cuyo trabajo es poco remunerado.

El tema de la vejez saca a la luz la actualísima lucha de nuestros jubilados. El oprobio de un gobierno que se resiste a dignificar –en algo– lo que resta de existencia a hombres y mujeres cumplidores de deberes. La confusión de prioridades en la mente de lacayos de poderes extranjeros, de obtusos funcionarios de cuyas decisiones depende la vida de las personas. Cuando es de desear que la mayoría pudiera llegar al ideal de la vejez digna y bella, respetada y feliz.