Solemos pensar que ellos son los frágiles. Que ellos son los que necesitan de nosotros. Que no están preparados para el sufrimiento, para el dolor, para las dificultades. Que ellos, sin nosotros, no podrían existir.

Solemos pensar, también, que ellos dependen exclusivamente de nosotros. Que si no los vemos o no los atendemos o no les damos suficiente protección su vida podría dar un giro irreversible hacia el miedo, el trauma, la depresión, la soledad, el vacío.

Sobre esas ideas tomamos las decisiones que creemos más adecuadas para que nuestros pensamientos, nuestras convicciones, nuestras reflexiones personales y subjetivas se conviertan –para nosotros mismos- en certezas, en verdades, en hechos concretos, comprobables, tangibles, como si todo sacrificio, todo renunciamiento, toda responsabilidad, toda obligación fuese parte de un inventario del que un día podremos asirnos para  exigir socorro, para pedir rendición de cuentas, para sentirnos satisfechos con lo poco que hicimos, para que la culpa y el remordimiento no nos conviertan en sus esclavos.

Y entonces, actuamos. Salimos a escena convencidos de que ellos son los frágiles, de que ellos necesitan de nosotros, de que no están preparados para el sufrimiento.

Y como creemos que por esas debilidades y esas flaquezas no podrán  caminar sin nosotros, desempeñamos –a veces con entusiasmo y alegría, otras veces con desgano  o disimulo -  el rol de padres abnegados, capaces de resistirlo todo, de entregarnos, de esforzarnos hasta el sacrificio, de olvidarnos de nosotros mismos, de llegar a rebasar límites insospechados, de exponer la vida, si fuera necesario, para que nada pueda faltarles ni hacerles daño.

No olvidamos, sin embargo, tener a la mano la larga lista de derechos que, a cambio, esperamos ejercer. Y entonces, actuamos de nuevo.

Salimos a escena (el segundo acto) convencidos de que ellos deberán seguir la ruta que nosotros  les  tracemos, de que si hoy no están de acuerdo llegarán un día a entender que quisimos lo mejor para ellos, de que deberán superar las expectativas y las metas que nosotros logramos alcanzar, de que cualquier exigencia y rigor que impongamos será siempre por su bien, de que su obligación -“su única obligación”, solemos decirles- será alcanzar el éxito, el bienestar y la felicidad de la manera en que nosotros –y no ellos- pensamos que se estructura un proyecto de felicidad, de bienestar, de éxito.

No concebimos la posibilidad de que ellos mismos puedan trazarse su propio destino. No contemplamos la perspectiva de que lo que para nosotros han sido los estándares o los objetivos, para ellos puede que no tengan ningún significado.  No se nos ocurre que quizás no tengamos derecho a exigir que se nos rinda cuentas, que se nos recompense, que se siga nuestros patrones de conducta, que se imite y supere lo que fuimos nosotros, que nos hagan sentir orgullo.

Porque solemos pensar que ellos son los frágiles, pero somos nosotros quienes necesitamos de ellos para justificar nuestro paso por la tierra.

Nosotros necesitamos de ellos para lavar nuestras culpas, entender nuestros egoísmos y  aprender a superar el sufrimiento, el dolor, las dificultades.

Somos nosotros  los que dependemos de ellos, los que requerimos su atención, su afecto. Somos nosotros los que sin ellos habríamos dado un giro irreversible hacia el miedo, el trauma, la depresión, la soledad, el vacío.