Chesterton dejó escrito sobre uno de sus personajes que “padecía el menos viril de los vicios: la admiración por la brutalidad”. Es una dolencia demasiado extendida.

El señor Xavier Zumalde , alias el Cabra, ha disfrutado en las pasadas semanas de esa efímera popularidad mediática que, si Andy Warhol no mentía, corresponde antes o después a todo hijo de vecino en esta sociedad nuestra en la que, a falta de gente realmente notable, nos contentamos cotidianamente con tipos notorios. Por lo visto y oído, Zumalde fue un jefe militar de ETA, allá en las postrimerías del franquismo y el hombre ha escrito el relato de sus andanzas clandestinas, que acaba de publicarse. Para promocionar el libro no se le ha ocurrido nada mejor que montar en su pueblo de Artea una exposición con memorabilia de la banda terrorista. La muestra ha despertado el esperable jaleo, fue más o menos prohibida y más o menos inaugurada, cumpliendo sin duda muy bien su designio publicitario.

Entre el ir y venir de la Ertzantza que precintaba la puerta de la exposición y Zumalde que la desprecintaba ante curiosos y fotógrafos, el público ha pasado algunos ratos entretenidos. Una cadena de televisión nacional ha ocupado amplios espacios de sus telediarios en el registro de las confidencias de este dudoso aventurero jubilado. Fiel al refrán, el Cabra tiraba al monte acompañado de las cámaras y del obvio papanatismo de quienes le seguían, para rastrear con memoria infalible el escenario de sus pasadas fechorías y descubrir depósitos de explosivos milagrosamente incólumes a lo largo de las décadas, como si hubiesen sido escondidos allí oportunamente unas cuantas horas antes. Después, con dramático arrojo, los hacía reventar ante los espectadores para evitar daños a terceros... que no le habían preocupado por lo visto durante todos los años transcurridos. Los cronistas de estas deflagraciones asistían a ellas con arrobo: no les faltaba más que exclamar el habitual “¡oooh!” que suele acompañar las mejores tandas de fuegos artificiales. Esperemos que los grandes reporteros internacionales no sean tan crédulos en otros conflictos remotos como parecieron serlo aquí...

Zumalde no aboga ya por el terrorismo y parece, si no precisamente arrepentido, por lo menos bastante desencantado de él, lo cual es algo que debe tranquilizar en parte –aunque solo en parte y pequeña– a quienes vivimos todavía bajo su amenaza. Pero en fin, por lo menos sus rocambolescas peripecias pertenecen a la época del franquismo y no se empeñaron en durar más que ese régimen. Lo más desasosegante, sin embargo, es comprobar una vez más la fascinación asilvestrada que siguen despertando los dinamiteros en los medios de comunicación menos afines a sus criminales procedimientos. Algunos hemos tenido ocasión de comprobarlo personalmente. Recuerdo todavía cierto infausto reportaje de la prestigiosa cadena ARTE sobre la violencia en el País Vasco, donde tuve la debilidad de participar, en el que la sugestiva reportera francesa mostraba más atracción estética por los etarras que por sus víctimas. Terminaba el documental en el Peine de los Vientos donostiarra, con una toma de espaldas de dicha señorita y un miembro de ETA sentencioso y heroico, mientras rugía el mar y volaban las gaviotas como en una película de las que premian en Cannes. Años más tarde, un gran reportero norteamericano (autor de una biografía del Che Guevara) hizo también su gira por estas tierras y era palpable su interés por tener frente a frente alguno de nuestros “guerrilleros” locales, tanto más románticos que los aburridos ciudadanos que suelen padecer sus desmanes. No tuvo tanta suerte como aquel periodista inglés que visitó Venezuela en la época de la guerrilla y para el que sus informadores locales “fabricaron” un jefe terrorista de pega para que no se volviese de vacío a su país, según se cuenta en el último número de la estupenda revista hispano-mexicana Letras Libres...

Chesterton dejó escrito sobre uno de sus personajes que “padecía el menos viril de los vicios: la admiración por la brutalidad”. Es una dolencia demasiado extendida, que aqueja no solo por supuesto a quienes convierten en héroes de pacotilla a todo usuario feroz de pistola y bombas sino también a los y las que se pasman ante los reaños de los maltratadores de prisioneros de guerra. Las cautelas y componendas a que obliga el estado de derecho resultan aburridas a muchos, los cuales opinan que si uno quiere algo de verdad y tiene la razón de su parte no debe detenerse con melindres. Los feroces dan miedo pero despiertan un morboso interés entre quienes se aburren con la palabrería de los políticos y consideran debilidad de carácter la preocupación por los derechos humanos, sobre todo por los derechos humanos de quienes están políticamente “equivocados”. Aunque desagraden en cierto sentido moralmente, a muchos les fascinan los que “no se andan con miramientos” y “se atreven a todo”. Para ellos habló Macbeth, antes de convertirse en asesino y traidor, cuando respondía a las incitaciones de su impía esposa: “Yo me atrevo a lo que se atreva un hombre; quién se atreve a más, ya no lo es...”.

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