Qué caprichosas son las emociones. Cómo se transforman, cual frágiles orugas, con el paso del tiempo. Cómo una percepción, puede ser olvidada o esclarecida por la memoria. Cómo algo que no comprendíamos, que nos parecía insólito, puede parecernos demasiado lógico, perfectamente real después. O al revés. El tiempo lo rodea de una pátina de luz y comprensión que no tuvimos en su momento. Recuerdo la entrevista que realicé a Dalí, allá en septiembre de 1979, en Figueras, su pueblo natal. Recuerdo haberla conseguido después de convencer a Henri Sabater, su apoderado, descartando este a cientos de periodistas que hubieran querido tener la misma suerte que yo. Recuerdo que, en aquel tiempo, aquello no me parecía nada especial ni del otro mundo, ni era muy consciente del abrumador peso histórico de mi entrevistado, aunque la mirada de mis amigos intelectuales españoles me sostuvieran lo contrario. Recuerdo haber tomado un tren de Madrid a Barcelona y haber ido repasando lo que conocía de Dalí; más bien sus locuras que me asombraban y divertían, como aquellas de destruir vitrinas en plena Quinta Avenida de Nueva York por puro goce estético o aparecerse en reuniones sociales de esmoquin y con una hedionda y enorme tortilla en la cabeza o pasearse por las calles húmedas y frías de Nueva York agitando una campanilla para no pasar desapercibido. Recuerdo haber repasado también la imagen de sus obras, que en aquel momento, más apreciaba: los relojes blandos y gelatinosos sobre superficies desérticas en Persistencia de la memoria y la habitación convertida en el rostro de Mae West, obra del mismo nombre. Recuerdo haber llegado a Figueras, a su museo, con el corazón convertido en un redoble de tambor esperando ver a un ser sobrehumano, al Divino Dalí, y encontrar a un viejo (en ese instante alguien de 75 años para mí era una momia), que no se sostenía muy bien sobre su silla, encogido como una pasa, con un terno oscuro de rayas, un bastón y un bigote antológico cuyas puntas parecían antenas. Pero esa impresión duró solo un instante, pues apenas sintió Dalí el flash de las cámaras y la presencia de periodistas se infló como un globo, su espalda encorvada se arqueó como una sirena y sus ojos se abrieron desmesuradamente como si quisieran tragarse las cámaras. Recuerdo también su coreografía de mujeres jóvenes y bellas colocadas alrededor de él como se colocan floreros para adornar una habitación. Recuerdo que lo que me contó sobre su relación con Gala me parecía tan irreal que incluso me hizo sonreír. Gala era la mujer del poeta Paúl Eluard. Un día llamaron a la habitación de Dalí, y era Gala que entraba por aquella puerta a su vida con los blancos pechos desnudos. Desde entonces, aseguraba, Dalí no era Dalí. Dalí era Gala y Gala, Dalí. Recuerdo haberme preguntado (ante afirmaciones como aquella de que amaba el dinero porque era un místico y los místicos querían transformar la materia en oro y su confesión que era sadomasoquista y aquello que repetía insistente que el primer instrumento filosófico del hombre es la toma de conciencia de lo real por la mandíbula y su obsesiva afirmación de que el mejor poema del mundo era el Amor y la Memoria de Salvador Dalí), si estaba frente a un loco, a un payaso o a un genio.
Decididamente, a la luz que otorga el tiempo y luego de revisar los papeles en que fue publicada esta entrevista (Semana de Expreso, 30 de septiembre de 1979) creo que era un genial artista, pero también el más astuto y cuerdo publicista que haya conocido: un genio del marketing.