Hoy es el día de las mamás, no de las mamacitas ni de las mamazotas, figúrense ustedes, nada más que del absoluto mamá. Los periódicos, la tele, los anuncios publicitarios hablarán de ella, de que madre solo hay una, de los nueve meses, del sacrificio, de todo lo que significa ser madre, que es la manera como el comercio ablanda por el corazón el bolsillo de muchos hijos. Como la publicidad lacrimógena nos da una mano, las madres no hablaremos. Por una vez y quizá por unas cuantas horas nos limitaremos a callar (para beneficio de nuestros hijos a los que, ¡reconozcámoslo!, a veces les damos mucha lata), y con actitud de soberanas ofendidas recibiremos halagos, palabras afectuosas, flores, serenatas, poemas y ¡ay! del que no traiga regalo. Pero es indispensable que hablemos porque a veces, algunas mamás, más que mamás, somos como dice la canción: una piedra en el zapato de nuestros hijos, con nuestra protección desmedida y el arsenal de cariño que a veces es la pesada cruz de nuestra prole. ¿No hemos oído alguna vez a alguna adolescente parar en lo mejor de la fiesta y mirar desolada el reloj? ¿Qué te pasa?, le pregunta el chico. Es que tengo que regresar a casa porque mi mamá no duerme cuando salgo. O pinchazos como la mirada gélida de mi hijo con la que corta glacialmente mi intervención aquellas veces que se me ha escapado inocentemente llamarlo niño o bebé delante de sus amigos universitarios, especialmente cuando en actitud de adultos improvisados (No mamá es que soy adulto acaba de aclararme) refrescan la garganta con bebidas espirituosas en su habitación. ¿Quieres comer, bebé? O peor: bebé, ponte los zapatos que te vas a resfriar, son frases urticarias para algunos hijos, especialmente cuando ya miden 1,76 de estatura y pesan 145 libras.

Para las madres, no sé por qué ventura inconsciente de nuestras mentes, nuestros hijos no crecen, pueden tener 18, 25, 50 años, son para nosotras apenas unos niños inexpertos, inmaduros, desprotegidos, frágiles a los que hay que cuidar y proteger y de los que recibimos, a veces, respuestas tan ingratas como: ¡ay, mamá, otra vez!, ¡mamá ya no soy un niño!, ¡ay déjame mamá! O, duras: mamá, no me amargues la fiesta. Y no es que no nos amen, lo que pasa es que podemos ser peor que lapas o garrapatas prendidas ferozmente de la vida de nuestros hijos.
A veces el exceso de amor, como la uva, fermenta, puede ser peor que la peor borrachera: da chuchaqui, dolor de cabeza, marea y entonces a nuestros críos les entran unos insólitos y cariñosos deseos de que su adorada mamá se vaya a un cuerno, desaparezca, tome vacaciones de tan asfixiante oficio. El amor que sentimos por nuestra prole suele ser tan desmedido que viéndolos dormidos, (aunque de día sean unos hiperactivos que nos exigen movernos a cien por minuto) nos parezcan dulces angelitos aunque nos aseguren que son los matones del barrio; o que mirando sus descomunales pies, talla 43, emerger desafiantes de la blanca sábana, nos conmuevan hasta las lágrimas recordándonos aquellos piecitos rosados que arropábamos con escarpines cuando nenes; y hasta puede que se nos caiga la baba y nos pongamos chochas contemplando embelesadas su inocente dormir.

Quizá sea bueno que el día de las madres les demos un respiro a nuestros hijos no queriéndolos, sino dejándonos querer, para que no repitan aquella frase burlona y punzante de Facundo Cabral: Madre solo hay una y ¡justo a mí me tenía que tocar!