Yo conocí a Maradona a través de los ojos de mi hijo. Era el año 86, él tenía apenas 5 años y aporreaba sin piedad las paredes de su cuarto con un balón que dejaba sus negras huellas en la pared y una infinitud de objetos rotos que encendían en mí una justa cólera. En su pequeña cabecita él no era quien era; era Maradona y estaba asestando, vengando, asesinando a los insoportables ingleses que se habían llevado Las Malvinas, porque el fútbol y la historia son su debilidad. Además era el 10, el mejor, el pibe de oro según chapurreaba, y el mundo se construía o se perdía según la voluntad del Pelusa y según los partidos de fútbol del Mundial de México en una suerte de alucinación colectiva que compartía con, creo, todo el mundo. Pasó el tiempo, su interés disminuyó pero nunca la admiración por el talento del Pelusa que hacía que comprara revistas y leyera entrevistas que dejaba tiradas, como al desgaire, por el piso, lo que obligaba a que su mamá, escoba en mano, consumiera aún sin querer noticias sobre el dios argentino y se familiarizara y trastornara con sus prodigiosas hazañas en el fútbol y sus aplastantes derrotas en la vida.

Hoy Maradona ha vuelto a ser noticia. Desde Asia a América Latina, pasando por África y Europa, el mundo ha estado en vilo, como si fuera un familiar cercano, pendiente de su enfermedad, y los medios muestran gentes que oran en lugares tan lejanos del planeta como la India y hablan de multitudes más cercanas que guardan vigilia junto a la Clínica Suizo-Argentina en Buenos Aires, sin importar si es de día o de noche, solo atentas al menor movimiento de los labios del médico de Maradona.

Un fenómeno así me ha obligado a preguntarme qué tiene este hombre que aunque llegó a la cumbre del éxito y llevó al delirio a su pueblo, también junto a su genial arte posee un extraño talento para autodestruirse. Cuando aún la humanidad aplaudía sus goles, los medios mostraban sus agudas flaquezas al mostrarlo drogadicto, camorrista, irresponsable como padre y esposo, enredado en una vida caótica y desordenada.

¿Por qué el pueblo muestra un corazón de madre con él? ¿Por qué olvida sus debilidades, sus errores y recuerda solo sus glorias de tal manera que expresa en pancartas y grafitos frases tan alucinantes como: “Jesús en el cielo, Maradona en la tierra”, “Diego, siempre vivirás, Dios no quiere competencia”, “Si Diego se resfría, la Argentina estornuda”, “Si Diego se muere, todo se funde”, “Fuerza Diego, respiramos por vos”, “Si se muere, Argentina perderá algo demasiado grande”. Y hasta en tono tanguero, nostálgico: “Sin vos, ¿qué nos queda?”. ¿Qué es lo que hace que un hombre que brilló como un sol en el fútbol de los ochenta y que luego cayó en las tinieblas de su vida personal amerite las lágrimas, el pensamiento, las súplicas y la preocupación de todo un pueblo y de millones en el mundo?

Mahoma decía que aquel que hace reír al pueblo merece el paraíso. Quizá una de las claves la dio César la Paglia, jugador del Tenerife: “Para nosotros Maradona es la persona que más alegrías ha dado a nuestro país. Una persona que te hace sentir tan bien, le coges cariño, admiración”. También, la identificación. La gente se identifica con un hombre nacido del barro que llegó a la cumbre y también con sus debilidades. La gente recuerda el orgullo, la autoestima, la admiración que le generó, el sentido de pertenencia y de identidad. La gente lo ve como la posibilidad de que cualquiera, uno como ellos, también puede llegar, y sus vicios son solo una demostración de que es humano, demasiado humano. Quizá por eso la gente aún lo ama porque mostró con absoluta transparencia y sin hipocresía la condición humana, que todos podemos ser ángeles y demonios a la vez.