La sangrienta tragedia del 11 de marzo dibuja, junto con el fatal 11 de septiembre, la nueva tónica de las guerras mundiales en el amplio espectro del siglo XXI, en donde grupos radicales y fundamentalistas se enfrentan a poderosos países en una suerte de danzas macabras, con estrategias de terror tan contundentes por imprevistas, alucinantes y carniceras.
En la antigüedad, las guerras duraban mucho tiempo y para que muriera un alto número de gentes se precisaban décadas y muchas armas y los primeros que morían eran los soldados o cruzados, como se los llamaba. Ahora basta solo apretar un botón o poner explosivos en infantiles mochilas para que en menos de cinco minutos salten por los aires cientos de personas, no los preparados para la guerra, sino gente inocente y civil cuyo mayor delito es ostentar una nacionalidad odiada por aquellos fanáticos o vivir, como nuestros emigrantes, bajo el amparo de un país comprometido con recientes guerras.
Generalmente cuando ocurre una tragedia natural, un terremoto o un diluvio, nos conmovemos y estamos solidariamente prestos a ayudar a las víctimas al comprender el absurdo y lo efímero de la vida y cómo puede esta troncharse tan fácilmente. Pero cuando la catástrofe es ocasionada por el hombre mismo, por odios irracionales, venganzas asesinas, por la enorme capacidad de exterminio con su propia especie, no hay lectura de la realidad que valga, por más razones que aleguemos para intentar comprenderla. Lo único que podemos avizorar es que si seguimos por ese camino del terror en el futuro no habrá quién lea el epitafio sobre nuestras tumbas.
La primera pregunta que viene a nuestra cabeza contemplando las horribles imágenes de dolor que emergen de los retorcidos hierros de la Central de Atocha es por qué, por qué. Por qué tanto horror con una población civil desprotegida, inocente y sin poder. Aznar salió al paso señalando que el terror no era ciego, se los odiaba por españoles y acusó de esta barbarie directamente a los criminales de ETA. Lógicamente que al presidente español y a su partido, con unas elecciones de por medio, le conviene que la responsabilidad recaiga sobre el grupo separatista vasco para mantener esta masacre dentro del ámbito regional y para eludir cualquier responsabilidad que tenga que ver con su política internacional ampliamente repudiada por sectores de la oposición española y por la población civil en las más grandes manifestaciones por la paz que se hayan dado en España. Pero debajo de la alfombra de las posibilidades como repugnante basura se esconde la evidencia de Al Qaeda, quien durante la guerra contra Iraq amenazó no solo a su principal enemigo sino a todos los que hicieron alianza con Bush en esa feroz guerra disfrazada bajo el pretexto de búsqueda de “armas de destrucción masiva”.
La respuesta a los porqués de carnicerías como esta la encuentro en la lógica de Thauria Namur, apresada por los israelíes cuando intentaba ejecutar un ataque suicida y que reproduce Newsweek (26 de febrero del 2002): “...invadieron mi patria y decidieron que no tendrían piedad, y masacraron a mi gente. Así que yo decidí no tener piedad por su gente”.
¿Cuál es la lección? La única forma de prevenir atentados como estos es abrazando la paz, el respeto a los derechos humanos, a las libertades. No se puede imponer la paz a través del terror o viceversa.
Las consecuencias las pagará el mundo. Habrá mayores controles que asfixiarán a nuestros emigrantes. La violencia entre países, entre culturas y religiones se intensificará. Y seguirán muriendo, no los gobiernos, no los terroristas; sino Juan, José, María, los del montón, que solo saben del amor por las cosas sencillas, simples de la vida, tan alejadas de un poder que destruye y mata.