Según algunas tesis antropológicas, cuando los primates intentaban ser seres humanos, uno de sus primeros pasos fue ponerse de pie. Dejar de andar en sus cuatro extremidades modificó la forma de relacionarse sexualmente con sus parejas. Pues, a partir de ese momento, empezaron a mirarse a la cara, nacieron los besos, las miradas afectuosas y ese lenguaje corporal que echó las raíces de las primitivas relaciones maritales.

Sin temor alguno de ser engañados, los machos iban a pescar o a cazar mientras que las hembras, cuando no ayudaban en esas faenas, cuidaban de las crías. Luego, la libertad convocó a la nueva especie humana y las hembras aceptaron el reto. Ellas rompen el celo y conquistan su cuerpo para estar aptas sexualmente no solo cuando la reproducción de su especie las llame.

Conquista que alcanzaron ya sea al darse cuenta que las hembras sexualmente más activas eran las mejores atendidas o protegidas, o simplemente porque decidieron elegir a sus compañeros. La cuestión es que este asuntito no debió agradar a los machos humanos, ya que la disponibilidad femenina para relacionarse dejó de ser periódica y pública, pero, sobre todo, perdieron el control corporal sobre su semejante.

En alguna época, y ante la imposibilidad de controlar la sapiencia femenina, las acusaron de brujas. Claro que hoy la historia es casi la misma. La única diferencia sería que en lugar de tener varitas mágicas de madera que, según una querida profesora de literatura, representaban una cuchara de palo, pues como sabemos los espacios profesionales de las mujeres –en esa época– eran las cocinas y ese utensilio era lo que más comúnmente estaba a su lado; ahora, en cambio, las varitas tomarían forma de mouse y en lugar de las escobas voladoras se les imputaría un automotor. Pero la censura quedaría intacta.

El tema parece ser cuestión de poder, y como el poder no admite rivales, se sigue castigando a mujeres que luchan por su libertad, sea con indiferencia, con discriminación, con todas las solapadas formas de acoso sexual y con antojadizas reglas sociomorales.

La sabiduría femenina sigue siendo sinónimo de peligro. Se cuidan de lo que sabemos, de la forma que vemos el mundo y sobre todo, de la manera que transmitimos esa información.

No se entiende eso de que no podemos ser idénticas porque sencillamente somos consecuencia de una historia distinta, que contamos con una carga genética que nos informa cómo sobrevivir en un mundo gobernado por hombres, y estamos dotadas de una intuición que nos alerta del peligro y de la traición.

Porque les resulta difícil de entender, se protegen atacando de manera extrema y sofisticada, pero igualmente primitiva. Necesitan apoderarse de esa identidad distinta para no dejar de sentir que lo controlan todo. El miedo a la diversidad sigue generando violencia. Desgraciadamente es un puño de hombres y mujeres los que se niegan a la alabanza de vivir entre humanas y humanos, pues continúan echando leña al fuego al compás del miedo que les produce vivir entre iguales y en libertad.