La leí de un tirón. Guardaba todo el azar de la ciudad y el secreto del más allá del río, ese más allá habitado de manglares que es el límite entre la cotidianidad urbana y lo desconocido. La leí con miedo. El lenguaje era premonitorio, tenía el ritmo de algo fatal.
Siempre me ha invadido un sentimiento de inquietud, de zozobra frente a la ría. En un momento de su novela, Jorge Velasco llama al río “un espejo viejo, lento y presagioso”. Es la sensación de que sus aguas nunca han desembocado en el mar, que siempre regresan con los mismos cadáveres que el diluvio de los ríos arrastró hasta su corriente inmóvil. Porque el río se va, para en la tarde volver y alcanzar su inquietante condición de espejo de la historia. Las aguas del río llegan a los manglares y allí se duermen por siglos. Y al internarse en el mundo desolado del manglar, donde todo tiempo se anula, Velasco Mackenzie va a encontrarse con todos, con los que en los años XX se fueron convertidos en cruces sobre el agua.
La novela íntegra está traspasada por una sola ambigüedad: la que produce el azar de la ciudad, la memoria insoportable de la ciudad. Una agonía que nunca va a concluir porque la agonía es su cotidianidad. La ambigüedad contagia en esta novela absolutamente todo: el lenguaje, la estructura, los escenarios, los lugares, las voces, los diálogos, la identidad de los personajes que finalmente son uno solo y ninguno: el escritor que se niega a lo largo de sus páginas.
La ambigüedad, incluso, le da unidad a una novela que transcurre en dos escenarios y dos tiempos muy distintos. La ambigüedad los reúne en torno a los desenlaces imposibles, o a la ausencia de los desenlaces. La ambigüedad del río invade por igual los dos escenarios de la ficción.
La novela de Velasco Mackenzie me devolvió a lo mejor de la literatura latinoamericana, particularmente Onetti.
Algo más: me parece que este novelista de la Costa recoge las imágenes de José de la Cuadra o Aguilera Malta, para interrogar los mitos por más allá de lo alcanzado por esos dos clásicos ecuatorianos.
Río de sombras tiene un lenguaje preciso. Las palabras, condenadas a recrear la ambigüedad, guardan, sin embargo, una enorme precisión. Algún escritor dijo que los adjetivos, cuando no dan vida, matan. Velasco cuida que las palabras no asesinen su novela.
Tal vez hay anécdotas que sobran. Anécdotas que a un lector con alguna memoria o conocimiento de Guayaquil le rescatan inútilmente de ese inmenso “sopor” en el que está reconstruida la ciudad. Hay constantemente alusiones muy precisas, pero cuando no son anecdóticas, enriquecen la ficción. No ocurre lo mismo con lo anecdótico. Y tal vez, hacia el final, se prolonga excesivamente el mismo “momento” de la historia. Da la impresión de que el autor no sabría por dónde dar mate al texto, y busca que en la neblina de la ficción, la novela se vaya disolviendo por sí misma. No se cuán logrado está ese efecto.
Río de sombras se lee de un tirón. Es una novela que uno acaba amando.