Aparezca quien aparezca, nuevo o no, el oficio de esos individuos es ponerlo a caldo con motivo o sin él, soltar veneno y barbaridades, dar por cierta cualquier difamación.
Tengo un par de amigas que por lo general no soportan (aún menos si están descontentas o no les va bien) ver películas que acaben mal; y una de ellas está en camino de descartar todos los géneros, menos tres: las comedias, los musicales y las películas de risa, porque cada vez aguanta peor la violencia, el terror, la angustia, las tragedias y hasta el melodrama: demasiados reveses gratuitos para las heroínas, sean herederas o desheredadas. Yo suelo burlarme un poco y decirle que a este paso no podrá leer ya ni a Dickens.
Supongo que en una época hubo mucha gente parecida a mis dos amigas, y aunque yo no descarto jamás ningún género, hay temporadas en que las comprendo y en que comprendo a un mundo que casi exigía lo que Hollywood llamó happy ending y nosotros “final feliz”. Es sabido que llegó a ser una obligación, y no siempre sobrentendida, que las películas acabaran bien, hasta el punto de que a más de un director eminente le impusieron los productores un cambio de desenlace, para que el público no saliera deprimido de la oscuridad de las salas y sobre todo acudiera a ellas. De hecho no puede decirse que esa convención de victoria última sobre las penalidades, los peligros o las injusticias no esté todavía parcialmente vigente, aunque por fortuna ya no está condenada al fracaso comercial ninguna cinta por el mero hecho de acabar fatal, sobre todo si así lo exige una mínima verosimilitud. Los finales felices forzados sí han pasado a mejor vida, salvo en las películas de Julia Roberts y en las de Stallone, Van Damme, la pepona Steven Seagal y el Gobernador de California, pero en ellas el espectador ya sabe lo que va a ver y el triunfo de los buenos o del amor va incluido en el lote, tanto como los caballos y los forajidos en cualquier western digno del nombre.
Lo que comprendo ya menos es que se exija cada vez más lo contrario en la realidad, al menos en la España actual; o quizá habría que decir “en la telerrealidad” (detestable palabra, pero en fin), y considerar que se trata también de un subgénero, más o menos periodístico, con sus reglas y convenciones. Lo malo es que se alimenta indefectiblemente de personas reales, y no creo que todas se presten gustosas ni tengan asumido su papel asignado, negativo siempre. Lo bueno de las ficciones, lo que hace que hasta las más atroces y desoladoras resulten un descanso para el lector o el espectador, es de hecho que tengan final, bueno o malo; porque lo que no lo tiene es la vida, ni siquiera del todo cuando llega la muerte, y no me refiero a ninguna existencia ultraterrenal, sino a que siempre quedan vivos hablando del muerto o disputándose la más raquítica herencia, hasta un peine sucio que haya podido dejar. Lo más que de la vida hay que esperar son, por tanto, etapas o presentes afortunados.
Y esto es lo que los españoles de hoy no parecen dispuestos a tolerar, si nos guiamos por el espejo que constituye el éxito en televisión. Rara es la vez en que uno enciende el aparato y no se encuentra (los resúmenes llamados zappings son muy útiles para hacerse una rápida idea de lo que prolifera y gusta) con una jauría de individuos ignorantes, malhablados, soeces, cenizos y fatuos, dedicados a despellejar a cualquier semejante que haya tenido la desgracia de ser considerado “noticia” por ellos, independientemente de que sea famoso previo o no. Quiero decir que ya no se trata del clásico castigo o venganza contra los favorecidos por la fortuna y los poderosos (algo mezquino, pero antiguo como la luna y comprensible en parte, al haber siempre bajo ella mayor número de insatisfechos), sino más bien de la necesidad o exigencia de que todo cristo sea lamentable, asqueroso, un villano, un cornudo, un hortera o un bribón. Aparezca quien aparezca, nuevo o no, el oficio de esos individuos es ponerlo a caldo con motivo o sin él, soltar veneno y barbaridades, dar por cierta cualquier difamación cuando no inventársela, criticar cómo viste, cómo anda, atribuir intenciones innobles y espurias a cualquier paso que dé; en una palabra, despellejarlo (ya la usé antes, no la hay mejor). A fuerza de insistencia, todo acaba por parecer normal, pero no deja de ser anómalo y sintomático que el alarde de mala leche se haya convertido en un oficio admiradísimo y muy bien pagado, al cual optan sin cesar jóvenes que hasta hace nada eran anónimos y acaso ecuánimes en su vida particular. Pero en cuanto tienen oportunidad de asomar la cara en un concurso o similar, saben que para permanecer en pantalla no hay más arma que desplegar una mala leche descomunal, que destaque de veras y supere a la del ponzoñoso más veterano y profesional.
Uno quiere siempre creer que la gente “real” es distinta y mejor que la que gobierna, influye, opina (me incluyo), figura y sale en televisión. Pero también debe admitir que cuando la mala leche se convierte per se en un apreciado espectáculo de masas, que se prohíbe admirar a nadie y no tolera que a nadie le vaya ni medio bien, alguna enfermedad desdichada, profunda y que no se reconoce como tal ha de aquejar hoy por fuerza al conjunto de la sociedad.