Cada minuto, en cualquier parte del mundo, millones de seres pronuncian tan corta frase: je t’aime, te amo, I love you, Ich liebe dich. Los sordomudos la insinúan. Sin embargo, el planeta se muere de desamor. La sequía progresiva convierte en desiertos, regiones antaño fértiles, apergamina corazones. El original te amo se devalúa, pasa de mano en mano, moneda desgastada. Al perder su valor adquisitivo, emite cheques sin fondo, provoca sobregiros de ternura, inflación de promesas, aparatosas bancarrotas.
¿Y el te amo que movilizaba cada átomo de conciencia, cada rincón del alma? ¿ El temor que nos embargaba al pronunciar palabras cuya intensidad contrastaba con la timidez de nuestra pubertad? Te amo lucía como antidestino, ebriedad de la autonomía recién estrenada. Podíamos desafiar al mundo, al puritanismo, la sociedad, los principios rígidos. Soñábamos con dinamitar tabúes, violar normas, desmoronar prejuicios.
Nacieron contrahechuras, versiones antojadizas. Llegaron el te amo cash (entrega al contado), el te amo anzuelo, para pescar presas demasiado confiadas. Usado con voz adecuada, claro de luna, música de fondo, logró, desactivar el pudor, volar la represa. El te amo discoteca, diluido en coctel de alto poder, sustancias alucinógenas, cigarrillos de cañón recortado, permitió reducir el tiempo de la seducción. Por no querer esperar que broten las flores, atropellamos el jardín.
Abandonamos recuerdos escolares, papelitos doblados en que una mocosa de diez años escribió en letras patituertas su balbuceo amoroso. Se necesitaba mucho coraje para lanzar a boca de jarro aquellas palabras que ponían sudor en nuestras manos, hacían tambalear la mente, provocaban risas nerviosas, sueños en montañas rusas. Al borde del abismo, sentíamos suficiente arrojo como para lanzarnos cerro abajo, ojos cerrados, cogiendo la mano de una niña que ni siquiera tenía senos, periodo, ni conocía las inquietudes del cuerpo. El “verde paraíso de los amores infantiles” era como el edén antes de la prohibición.
Hubo el te amo sorpresa, murmurado durante el recreo. El rubor nos hacía huir después de soltar tan atrevida frase, el te amo regalo, expresado mediante un trébol de cuatro hojas, una flor campestre, uno de estos objetos inútiles que nos trastornaban, el poema escrito a la carrera. No sabíamos aún si era un juego, un rito, una broma fervorosa, una pasión inmortal. No conocíamos los conflictos afectivos ni leíamos a Freud. “Los sentimientos, al crecer, pueden llegar a ser indecentes” (Barthes).
Añoramos la primera declaración: desafío en medio de adultos incapaces de comprenderla. El te amo ¿sientes miedo? era como si hubiésemos retado a la divinidad castigadora, al catecismo lleno de amonestaciones, la iglesia cuyo campanario erguía su dedo acusador. Con tres padrenuestros y cuatro avemarías podíamos absolver la eventual cuota de culpabilidad. Tiempo después, nos propusieron palabras serias: liberación, éxito, orgasmo múltiple.
El amor dejó de ser aquella infracción afrutada cometida sin malicia, sin cópula en la propuesta, con latidos en las sienes, sangre huracanada, mariposas en el estómago. Instalaron máquinas distribuidoras de preservativos. El aborto permitió fetos reciclables. El “¿Ya terminaste?” nos despertó del amor inacabable. Es la razón por la que Mafalda odió a los adultos.