Que el mejor blanco es un mal tinto dicen en España los amantes del vino con cuerpo, y ellos son sin duda la enorme mayoría de la población. Pero, a contramano de la opinión generalizada, el personaje más famoso de la literatura española contemporánea prefiere el blanco.
Él, que encarna al ibérico medio con sus gustos y sus disgustos, lo toma incluso con las carnes más rojas de la meseta castellana en una actitud que podría provocarle un patatús al vecino Epicuro.
Talvez ese detalle –nada pequeño para un personaje que alterna sus actividades de detective con la más refinada gastronomía– sea suficiente para comprender las tribulaciones de Pepe Carvallo. Ex militante de izquierda, sumido en el desencanto con la política, como corresponde a su generación, con un breve entrenamiento en las técnicas del espionaje en la Agencia –en dónde si no–, se convierte en testigo más que en parte de la España actual. La historia pasa ante él, la mira, pero no forma parte de ella.
Un ser insignificante que está ahí para unir causas con efectos y así resolver casos insólitos donde se juntan altas finanzas, política y pasiones.
Al tiempo que encuentra la causa del asesinato en el Comité Central, cuando va siguiendo las pistas que demuestran el crimen y no el suicidio del empresario o al recorrer las laberínticas calles de Barcelona para hallar al enigmático muchacho griego, se da maneras para aportar al desarrollo de la culinaria mundial. En su estrecha oficina de La Rambla o en su casa en las afueras de la ciudad se sumerge en la cocina, que termina por transformarse en la única actividad que lo vincula con el mundo. Ocasionalmente se le adelanta su asistente, Biscuter, un delincuente de poca monta a quien conoció en su paso por la cárcel en los tiempos duros del franquismo, con insuperable capacidad de sustituir su escasa inteligencia por la creatividad gastronómica.
Esa faceta humana marca la diferencia entre Pepe Carvallo y los clásicos personajes de la novela negra. No es posible siquiera imaginárselo personificado en el cine por un Humphrey Bogart, como al famoso Sam Spade de Dashiell Hammet. Carvallo requeriría de un actor anodino, de esos que el espectador olvida el nombre a la salida del teatro pero que queda amarrado al personaje para el resto de su vida.
El lado humano no son sus afectos sino su pasión culinaria, realizada como placer individual, casi solitario. Sin ese detalle posiblemente no habría alcanzado el nivel de personaje clásico, quizás a la altura de los muchos que poblaron la novelística del Siglo de Oro. El retrato de la sociedad española no está solamente en la trama o en la ambientación de cada novela, está en el personaje por sí solo.
Si pudiera escribir sobre su propia muerte, Manuel Vásquez Montalbán colocaría como siempre a Carvallo frente a la chimenea, alimentando el fuego con libros, y entre ellos irían consumiéndose los suyos. Autor y personaje unidos en el fuego. Buen final para un maestro del desencanto.