No recordó las fases preliminares de su formación. Eso del encuentro del espermatozoide con el óvulo pertenecía a un pasado remoto. En realidad el tiempo corría. A las pocas semanas el feto se había convertido en extraterrestre de cabeza ovalada, ojos almendrados cerrados todavía, cráneo liso de transparente opalina. Parecía hecho de sustancia vítrea; lucía en pantalla como ectoplasma inofensivo. El medio acuático en que se sustentaba era tibio, agradable, las sensaciones seguían primitivas, animales, instintivas, casi reflejas: una especie de paraíso sin peso ni tampoco exigencia de la conciencia.
La situación se complicó cuando llegó el quinto mes de gestación. Fue como si se hubiesen, de pronto, perturbado las aguas, modificado el ambiente. Algo sucedía fuera, en un mundo que no conocía. El abastecimiento vital llegaba, pero entrecortado por espasmos inexplicables. No fluían con normalidad las corrientes alimenticias. La sangre lucía perturbada. Los latidos del corazón materno, repercutidos hasta la pequeña fuente, se tornaban apremiantes.
Alternaban estremecimientos insólitos, leves sacudidas mientras él se bamboleaba en el útero materno como barco al garete. Más allá de las paredes de piel y carne que lo mantenían preso se desarrollaba un diálogo que él no podía escuchar, menos aún traducir:
- Tú quisiste a este hijo sabiendo que era una locura. Debías optar por el aborto mas te obstinaste en seguir con aquel embarazo. No cuentes conmigo.
Él no sabía todavía lo que eran las palabras, el impacto que podía producir el tono con que se las usaba. Solo llegaba aquella onda de angustia, estallaban temores solapados en el subconsciente. Optó por abrir la boca lo que más pudo, tragar la máxima cantidad de líquido amniótico. Experimentó el deseo subliminal de ahogarse. La tentativa se resolvió en unas pocas burbujas. Días pasaron; semanas: el pequeño océano se volvió más inhóspito. ¿Cómo esfumarse de aquel lugar donde se sentía malaventurado?
El parto resultó arduo, pues la criatura se había enredado en el cordón como quien quisiera ahorcarse. Su posición tormentosa complicaba hasta el extremo la tarea del ginecólogo. Más aún, el niño intuía que lo traerían a un mundo de reproches y violencia. Extendió los brazos, clavó las uñas en las paredes, aquellas uñas diminutas que parecían conchitas anacaradas. Afuera, optaron por la cesárea. Todo se movía como en un terremoto. Alguien le exprimía la cabeza, lo halaba hacia una luz intolerable. De repente lanzó desde lo más hondo de su ser aquella protesta. Tenía el rostro abuhado, hinchado. Lo tenían atrapado por los pies. Hacía mucho frío. Los focos del quirófano herían su ceguera. Le pusieron en la garganta aquel tubo, luego en las narices. Lo refregaron repetidamente hasta irritarle la piel.
Luego, el silencio. Se durmió.
Con los años aprendió a sentir, escuchar, experimentar. Cuando llegó a tener dos años, su madre solo inquirió: “Doctor, ¿podría usted explicar por qué mi hijo nació ciego?”. No contestó el galeno. Mientras tanto, el niño se preguntó a sí mismo si escogería hablar o quedarse mudo para siempre, escuchar o hacerse el desentendido.