La masonería como nueva forma de pensamiento y expresión de libertad nació en Europa a principios del siglo XVIII. Inicialmente había surgido en la Edad Media como necesidad de los arquitectos y obreros para guardar secretos sobre técnicas empleadas en el arte de la construcción gótica; los cuales, a fin de mantenerlos ocultos, lejos de intrusiones, levantaban barracas o vallados en torno a los edificios que les permitían trabajar a cubierto. Con el paso del tiempo, establecieron signos particulares para reconocerse y se sometieron a reglamentos u ordenanzas, lo cual les dio la oportunidad de ser los exclusivos conocedores y dueños de su arte. Más tarde, diseminados por Europa, pusieron libremente en práctica sus doctrinas y procedimientos. Cuando en Francia se concedió a los obreros (maçons) la libertad civil y quedaron exentos de vasallajes, antepusieron a su nombre genérico la voz franc y empezaron a identificarse como francmaçons, que en su idioma significa “obreros libres”.
Para entonces el liberalismo europeo, pese a la oposición de la Iglesia católica, tenía cada vez más adeptos. La ideología liberal consideraba a la Iglesia como inferior al Estado, al cual debía supeditarse; y esta, a su vez, la calificaba como una doctrina que buscaba legitimar los abusos de la libertad humana. Los acusaba de enfrentarse en lucha abierta contra la autoridad, y en especial contra la Ley Divina. Pero al ser una doctrina que, prescindiendo de toda clase de justificación sobrenatural, otorgaba al ciudadano todos los derechos producto de la voluntad humana, entre ellos el beneficio de su actividad ejercida con absoluta libertad, pronto captó el interés y la adhesión de los francmasones. Esta ligazón creció a tal punto que, con el tiempo, resultaba tarea imposible considerarlos por separado.
Se fortalecieron unos y otros de tal manera que poco a poco se identificaron públicamente como liberales, dejando la masonería para la clandestinidad.
En 1789, la Revolución Francesa terminó con la monarquía de ese país y cambió la vida social y colectiva en todos sus órdenes. El 26 de agosto de ese año, la Asamblea Constituyente formuló la Declaración de los Derechos del Hombre y los Ciudadanos, cuyo primer artículo dice: “Los hombres nacen libres e iguales en derechos y las distinciones sociales no pueden fundarse más que en la utilidad común”. La contundencia de este y todos los artículos que fueron recogidos en ella, sacudieron profundamente los cimientos de todas las monarquías europeas.
Estas libertades, que Francia asumió como derechos de los ciudadanos, extendieron por toda Europa las logias masónicas, todas ellas creadas bajo la norma y orientación del Supremo Consejo de la Masonería Primitiva de Francia. Autorizado en París por este órgano regulador, en 1795, Francisco de Miranda fundó en esa ciudad la Logia Madre Hispanoamericana.
Tres años más tarde, el propio Miranda la trasladó a Londres bajo el nombre de Gran Logia Hispanoamericana. La cual, una vez afianzada en el medio y creados suficientes vínculos con los americanos residentes en esa ciudad, quedó dividida en tres entidades. Y fue a través de estas que se desarrollaron estrategias propias para lugares específicos de la América española. De tal subdivisión surgieron la Logia Lautaro, destinada a operar en la costa atlántica sudamericana; la llamada Caballeros Racionales se estableció en el Pacífico septentrional americano, y la Unión Americana en México, América Central y las Antillas. De esta conjunción de organizaciones clandestinas surgió la acción revolucionaria que orientaría el movimiento destinado a promover el rompimiento definitivo entre las colonias americanas y la Corona española.
Primero de una serie de cuatro artículos.