Mi primer encuentro con Los Sangurimas fue a través de esos libros anaranjados, de hojas de papel periódico y de un irresistible olor a viejo que editaba Clásicos Ariel. Mi mamá los compraba y los iba coleccionando uno a uno como si tejiera una hermosa colcha bregué. Las obras de José de la Cuadra fueron de las primeras que Ariel publicó y por esas cosas fortuitas de la vida al abrir sus páginas me di de bruces con Nicasio Sangurima, personaje redondo que se me antojaba real porque como él, vivía yo también, en ese entonces, en espacios rurales, rodeada de árboles, ríos y de gentes que narraban historias extraordinarias. Recuerdo que me encantó Los Sangurimas  por su intensidad y porque tenía esa explosiva mezcla de violencia y sexo emparejada con el áurea de magia y de leyenda que hace a la literatura tan atractiva. Y también porque me identificaba como en un espejo con los cuentos de aparecidos, pactos con el diablo (hasta un tío mío tuvo comercio con el patica) y relatos de bandidos heroicos y cuatreros vulgares que metían miedo al teniente político y a la policía rural que poblaban mi mundo real.

En aquel entonces yo estaba convencida que todo lo que se escribía en los libros debía ser verdad y me parecía poco verosímil que Nicasio Sangurima describiera a su familia como “gente de bragueta, amigo. No aflojaban el machete ni pa dormir. Y por cualquier cosita, ¡vaina afuera!”. Yo había imaginado que La Honduras, el asentamiento recreado por el escritor, estaba dentro de la provincia del Guayas y la conducta de Los Sangurimas no se ajustaba con el carácter pacífico de temple paciente de los humildes campesinos de la zona de Daule que venían a lomo de caballo, desde sus recintos, con sus quintales de arroz a pilar la gramínea en la piladora de mi padre. Me parecía que el escritor se equivocaba de zona, que sin duda, la familia Sangurima era manabita de los de machete y honor y no de estos lares. En lo relativo a lo mágico, el relato nunca me pareció mágico sino real, pues las historias eran iguales a las que a diario escuchaba en las cocinas y en los velorios y que asustaban tan terriblemente mis noches infantiles.
Pero el relato tenía un imán que hacía que lo repasara una y otra vez.

Recuerdo otro choque: mi madre siempre me había hecho sentir orgullosa de su apellido; nos contaba por ejemplo, que el coronel de las huestes de Alfaro, Leopoldo Rugel, un montonero rebelde y soñador, era pariente nuestro. Ella solía envolver a sus parientes próximos y lejanos de un áurea de misterio y de aristocracia y resultaba de pronto que José de la Cuadra los colocaba como simples villanos y matones, a tal punto que alguna vez una tía, fanática de Los Sangurimas, en un momento de violencia y exabrupto gritó en el comedor: ¡No se metan conmigo que se me salen los Rugeles!!!

Como a los niños todo lo prohibido atrae, lo que más me gustaba eran las escenas de violencia y sexo, la guerra entre los dos bandos de la familia, el cura Terencio cuyas salidas poco ortodoxas me hacían reír. Y especialmente la delicada metáfora del matapalo, árbol añoso, símbolo del pueblo montubio.

Les cuento todo esto porque las lecturas infantiles y adolescentes son las más sinceras e inocentes. Qué delicioso sería volver a disfrutar de los libros con esa pureza e intensidad de los primeros años.

En verdad, al reino del placer de la lectura solo podrán entrar los puros de corazón.