Una relación de profundidades insospechadas se entabla, casi siempre, entre el ser humano y su cuna.

Las manifestaciones de ese vínculo van regando la existencia de manera muy variada, a veces, hasta con la negación y el exabrupto. Lo cierto es que la marca de la querencia aflora en el hacer y en el decir de nuestro paso por la vida.

En el caso del escritor José de la Cuadra Vargas, cuyo centenario de nacimiento se cumple mañana, los signos de su filiación están recogidos en su biografía, hoy relativamente recordada, pero más que nada en su obra literaria. En esa herencia de la que gozamos sus lectores. En las páginas de un buen puñado de narraciones que nos permiten imaginar la vida de hombres y mujeres de comienzos de siglo XX.
Porque De la Cuadra es un escritor que no evadió el tratamiento de tema y problemática de su contorno. La ciudad de Guayaquil es marco de historias que fueron cambiando de foco de atención: primero le interesó el grupo social alto, con dramas humanos sentimentales e individualistas. De esos cuentos, anteriores a la fecha fronteriza de 1930, todavía está lejos el poderoso narrador que escrutó la vida del montubio ecuatoriano. Pero ya en la colección Repisas la mirada se dirige a ambientes y personas heridos por la desigualdad y la pobreza.

Un texto especialmente significativo en la relación escritor y ciudad es Cólimes Jótel. El vetusto edificio donde tal vez “bailó Bolívar” y que en el presente de la historia se ha convertido en conventillo de multiplicados cuartuchos, es uno de esos cuentos donde no pasa nada, pero donde se aprietan las significaciones. El hotel, mansión de glorias pasadas, puede verse como el espacio simbólico de un Guayaquil entre las sombras de la sobrevivencia. Ese lado de la vida que concitó la solidaridad de un escritor que supo reconocer en los seres de la marginalidad urbana, la gestación de un pueblo apto para la resistencia y para la lucha.

Pero no es guayaquileño De la Cuadra, solamente, porque podamos identificar en sus piezas literarias ambientes de nuestra urbe, calles y plazas de dirección y nombre reconocibles. La literatura no se construye a costa de lo que revela en su más directa piel y líneas. Hay dentro de ella un substrato interno que palpita en sus entrañas como la respiración suave de un ser vivo, que se sostiene sobre el lenguaje. En el recorte específico que hace cada autor de la lengua en la que escribe y que ha abrevado en su medio. De la combinación –en dosis misteriosas– de esa herencia cultural más la manipulación que hace el talento creativo, emergen unos usos que los estudiosos llaman estilo.

El estilo de De la Cuadra es el mayor constructor de identidad. Por eso leer su obra constituye un encuentro personal y a la vez, comunitario. Y refrescar la memoria colectiva de nuestra ciudad es la mejor manera de homenajear al autor y de cohesionar, aún más, a los guayaquileños.