Si no es asunto nuevo en la política ecuatoriana la dificultad –o más bien la imposibilidad– para conformar una mayoría de apoyo al Gobierno o de oposición en el Congreso, en lugar de causar sorpresa debería llevar a indagar en sus causas. Desde el retorno a la democracia ningún presidente de la República ha contado con la mitad más uno de los votos parlamentarios, pero tampoco algún partido de oposición los ha logrado. Aún los bloques más grandes han sido apenas primeras minorías, nunca mayorías. La necesidad de hacer alianzas o por lo menos de llegar a acuerdos no es, entonces, el producto de la voluntad de las personas sino un imperativo de circunstancias que no son pasajeras.

Aunque generalmente se han realizado al amparo de las tinieblas y de conversaciones pocas veces confesadas, alrededor de los pactos y compromisos se ha escrito una larga y bastante conocida historia de intercambio de intereses inmediatos en que todos esperan ganar algo. Si con ello se compra un seguro temporal de permanencia, mejor para los gobiernos. Si así se construye la esperanza de lograr más votos en las elecciones, mejor para los partidos. No son acuerdos para llevar adelante un programa ni para oponerse a este. Son operaciones de mutua conveniencia para lograr algo tan simple como la supervivencia.

Ha ocurrido antes, ocurre ahora y, a menos que se introduzcan los cambios necesarios, seguirá ocurriendo, porque las causas están no solamente en las conductas de las personas, vale decir de los dirigentes de los partidos, que en efecto cargan con buena parte de la responsabilidad, sino también en las condiciones institucionales dentro de las que se desarrolla la política. La forma en que se elige a los diputados, su origen provincial y no nacional, el sistema electoral que ofrece amplias posibilidades para partidos minúsculos y para listas de independientes, la doble vuelta para la elección presidencial en un contexto de fragmentación, el centralismo administrativo y político, son entre otros los alicientes para ese tipo de conductas. Todos ellos en conjunto constituyen las sinuosas carreteras por las que se lanzan unos conductores suicidas que encuentran vía libre allí donde deberían existir regulaciones. Es más, si no se conduce de esa manera es imposible llegar a alguna parte. El diseño institucional está hecho para que partidos y personas actúen de ese modo. Si no que lo digan quienes se han incorporado a la política con todos los mejores pero inútiles deseos de cambiarla.

Creer que todo el problema se reduce a las características de la cultura política ecuatoriana es ver solamente una parte de la realidad. La otra parte, tan o más importante que aquella, es la que se materializa en el dibujo de calles y carreteras de la política y en las reglas para transitarlas. La Constituyente de Sangolquí y las reformas realizadas a lo largo de veinte años solamente han contribuido a complicar más un diseño que en sí mismo ya era defectuoso. Mientras las cosas sigan así seguiremos en el paraíso de los conductores suicidas.