Al tener que realizar programas de televisión acerca de aquellas criaturas, sentí aprensión. El paso de los años me dejó una emotividad indisciplinada. Manejo mal mi sistema hidráulico: por un detalle brotan lágrimas. Me mentalicé como si aquel espacio dedicado a los autistas fuese algo esencial. Primera decisión fue la de controlar el aspecto afectivo. Repetí mil veces para mí mismo: “Bernard, es ridículo, por no decir grotesco, que te vean llorar los televidentes. Nada de paternalismo. Hazme el favor de ostentar altura, sobriedad”.
Todo anduvo como planeado. El contacto de mis ojos con los de aquellos ángeles incomunicados significó una experiencia a la vez dolorosa y maravillosa; el resorte afectivo estuvo a punto de volatilizar mi equilibrio cerebral, pero pude mostrar a las cámaras un rostro aceptable aunque algo perturbado.
Todo se vino a pique cuando conocí a Galo. Él no me miró en ningún momento. Le dije cosas bonitas: “Es maravilloso lo que vas dibujando. Te quiero mucho ¿sabes? Te amo. Quisiera ser tu amigo”. Le acaricié el cabello, intenté por todos los medios llamar su atención; me desesperó notar que su mirada se iba al garete en una galaxia lejana. De repente, aquellos ojos color de miel se nublaron; gruesas lágrimas brotaron, fueron rodando en las mejillas del pequeño. Se fue al diablo mi autocontrol, se desmoronó la voluntad de disciplinar las emociones; lloré con Galo: nos unió un idioma despojado de palabras, sin respaldo de miradas. Oí a su madre susurrándome: “Está feliz porque recibe amor. Por eso está llorando. La imagen suya se grabó en su memoria. Nunca lo va a olvidar. Es como una foto que tomó sin que usted se diera cuenta”. Jamás fue tan importante para mí ser retratado por alguien.
Recuerdo también aquella chiquilla: ojos claros, mirada vacía, casa deshabitada, dos colitas de caballo, el acercamiento mío hacia ella como si fuera el encuentro de mi vida, la cita de amor invalorable; las ventanas que se entreabren, el alma que asoma como el sol entre nubes por un rato, un momento cortísimo que pretendí perennizar.
Todas aquellas mujeres, profesionales, voluntarias, madres de niños especiales, entregando a raudales su inagotable paciencia, me hicieron olvidar Iraq, África, las guerras, la crueldad del hombre. En Guayaquil, rinconcito de la tierra, había unos ángeles de mirada extraviada, un francés entre millones empeñado en establecer contactos con lo que no tiene precio: la vida interior del ser humano. Sentí la imperiosa necesidad de que Jesús existiera, que me dijera desde lo lejos: “Estoy allí, más allá de lo que puedes alcanzar. Detrás del aparente vacío que crees observar en las pupilas de los pequeños autistas, quedo al acecho para ver cómo reaccionan los homínidos, imprevisibles a veces. Las lágrimas de Galo eran mías, Bernard, te lo aseguro”. Aquel carpintero de Nazaret me tiene cada día más intrigado.
¿Para qué sirve la fe sino para ser avalancha, ternura derramada, mano extendida en medio del naufragio? Dentro de mi alma se estampan tantas miradas. Quisiera cobijarlas. Se quedan tantos rostros. Quisiera comprenderlos.