Dios mío ¿por qué me diste aquellos ojos repletos de miel? Abusa la gente de mi mansedumbre. Me vuelvo conflictivo, acomplejado, testarudo. Desarrollo el espíritu de contradicción. Me planto en las patas delanteras, poniéndome firme; rehuso avanzar por más que me azoten. Si me tratan con ternura, troto por doquiera al ritmo de mis alegrías.

¿Por qué me diste orejas tan gigantescas? Las muevo como antenas para sintonizar el ambiente. Debería cultivar la música, mas me diste un rebuzno aterrador. Nadie toma en serio mi cacofónico idioma, peor aún cuando me duele el alma, cuando grito mis penas, oculto mi tímido desconcierto. Soy bestia de carga, de tiro. Los hombres aluden a nosotros para insultar a quien carece de habilidad, inteligencia. Hasta dieron nuestro nombre a una tabla de planchar.

Los niños reflejan su imagen en mis pupilas. Me asusto, pues nunca se sabe cómo reaccionarán los chicuelos. A veces obsequian zanahorias, palmadas en el lomo. Relámpagos de placer estremecen mi cuerpo; ondas deliciosas zigzaguean debajo de la piel.

¿Por qué naciste donde compartí la morada de un buey tercermundista? Vimos cómo pujaba María mientras asomaba entre sus piernas tu indefensa cabeza. Hacía un frío espantoso. Te brindamos el calor de nuestro aliento. Recuerdo tu vagido. Transmitimos el relato a los pollinos. En nuestros ojos quedó impresa la mansedumbre, como si la hubieses puesto allí, recordando las últimas horas de tu agonía.

¿Por qué pediste mis servicios para trasladarte a Egipto con José y María? Existían medios de locomoción más rápidos. Mido un metro cincuenta de altura, desarrollo poca velocidad. En vez de un borrico, podías escoger al majestuoso camello como lo hicieron los reyes magos en sus giras internacionales.

¿Por qué volviste a llamarme para entrar a Jerusalén en vísperas de tu muerte? Me aturdían los ramos, esta gente que gritaba “¡Hosanna!”. Hubieras podido cabalgar algún corcel de gran alzada, bella estampa para un conquistador. En vez de ello, te presentaste con humildad, sabiendo que un día después te coronarían con espinas, te clavarían en maderos. La vida sigue siendo dura. Los caballos sirven para el desafío. ¡Nosotros somos tan pacíficos! Desnudamos nuestras encías en risas casi obscenas. No es que nos embriaga la alegría sino que nos gusta dedicar mohines a los despiadados humanos. Según el doctor Santos Miranda, estaremos entre los supervivientes en caso de cataclismo geológico.

 “Si ves caído debajo de su carga el asno del que aborreces, no te niegues a ayudarlo” reza el Éxodo (23.5). Sansón usó una quijada nuestra para noquear a mil filisteos. Balaam tuvo pleitos con su burrita parlanchina. Solo ella logró dominar el idioma de los terrícolas. Tendríamos mucho que añadir acerca de la necedad humana. Talvez por eso, desde lo alto de la cruz, frente a tantas burradas, exclamaste con angustia: “ ¡Perdónales, Señor: no saben lo que hacen!”.

Queremos arrendar un establo en aquel paraíso donde llevaste al ladrón crucificado a tu lado. Te lo pedimos nosotros los discriminados garañones, dueños de tanta paz en la mirada. Después de todo, tímidos y obstinados, solo somos conejos que crecieron demasiado.