El otro día fui invitado a una charla en la que detecté una preocupación entre el público: ¿escribir con humor me trae problemas?
¡Por supuesto!, grité. ¡Claro que me trae problemas. Y gravísimos!
¿Amenazas? No: esas son tonterías. ¿Afrentas de algún personaje público que se siente ofendido? También esas son tonterías.
El principal problema que me causa escribir con humor es que en las reuniones la gente cree que conmigo se va a divertir, porque soy de aquellos que hacen chistes y ponen a gozar a la concurrencia con sus salidas chispeantes, sus cachos y sus ingeniosas improvisaciones alrededor de cualquier asunto.
Y entonces los interlocutores tienen la certeza de que van a pasar un buen momento y comienzan a animarse a la espera de que ponga a funcionar lo que ellos creen que es una facultad que adorna a un humorista: hacer reír.
Claro, al principio piensan que lo que se necesita es crear un ámbito para que se rompa la formalidad y venza esa maldita timidez que me es connatural. Entonces, son ellos los que se aventuran a contar el primer cacho, al que sigue un larguísimo etcétera en que entran hasta esos insoportables de Pepito y la profesora.
Cuando el repertorio se les ha agotado y las carcajadas también, me regresan a ver como diciendo ya hemos hecho todo lo que está a nuestro alcance, ahora es tu turno, anímate y cuéntanos un cacho.
Cuando, con cara de estúpido, confieso que yo no sé ni uno solo y que, además, si alguno supiera lo convertiría en un fracaso porque mis dotes de narrador son muy escasas, creen que les estoy tomando el pelo y, con una palmada en el hombro, me acusan de mentiroso.
Ante mi obstinado silencio, viene su arrepentimiento por haberme convocado a una reunión que prometía ser divertidísima y se va tornando aburridísima, ante lo cual, ¡por fin!, terminan por ignorarme y continúan en su labor de exprimirse el seso para acordarse el último de Nina Pacari o el primero contra la suegra.
Sí: que le confundan con un chistoso profesional es el primer riesgo de cualquier humorista.
El segundo, que apenas oigan que sale de los labios una frase, se rían, por más seria que esta sea. Uno tiene que pasar largo tiempo explicando que lo que acaba de decir es lo más sesudo que se le ha ocurrido en mucho tiempo. Verdaguer, el gran humorista uruguayo, decía que su matrimonio iba muy bien hasta que su mujer descubrió que él era humorista; desde entonces cambió su vida porque ahora ella “se ríe de todo lo que yo hago”.
Comentaba este asunto con Roberto Fontanarrosa, el excelente escritor y caricaturista argentino, y me decía que la gente confunde los roles y cree que los humoristas “somos animadores de fiestas”. De los que conozco, la mayoría son seres introvertidos. Por ejemplo, sacarle una palabra a Quino, el genial creador de Mafalda, es tarea de titanes. Quino está mucho más cerca de Platón que de Jerry Lewis.
Hay excepciones, por supuesto. El colombiano Daniel Samper es una de ellas. Samper en su vida cotidiana es un “mamagallista” convicto y confeso, tan chispeante y divertido en su conversación como en los maravillosos artículos y libros que escribe. Pero una golondrina no hace verano...
El problema pues, está en confundir el chiste con el humor. El chiste es algo inmediato, circunstancial, efímero, y que desemboca en la risa. El humor es algo mucho más sutil, reflexivo y que, en muchas ocasiones, antes que una sonrisa arranca una lágrima. Roza la tragedia, más que la comedia.
Espero que con esta necesaria aclaración, la próxima vez que me inviten a una reunión todos lleven su pañuelo y comiencen a llorar a moco tendido apenas yo abra la boca y así se convenzan de una vez y por todas de que –ahora sí– están en presencia de un auténtico humorista.