Escribo este artículo con temor. Hoy, cuando salga impreso, seguramente no saldré a la calle. Me asusta la idea de que la gente me señale con el dedo, murmuren las personas a mi paso, y digan: mira, allá va el anticuado ese, el dinosaurio, el troglodita, el que no entiende ni la modernidad ni las reglas básicas de una economía eficiente al estilo del FMI; el que se opone, ¡imagínate!, al incremento en el precio del gas.

Porque resulta que es tan evidente, tan clarito, tan fácil de comprender... y yo no lo entiendo.

Es decir, por supuesto que entiendo que en una economía organizada de modo racional y consciente sería absurdo, completamente absurdo, casi de risa, que siguiésemos subsidiando el principal combustible de uso doméstico en lugar de generar más empleos con salarios decentes para que la gente esté en condiciones de pagar el precio real de cada artículo que compra.

Lo que ocurre es que no vivimos en esa economía eficiente. Lo que tenemos es exactamente lo opuesto: una economía ineficiente, absurda, casi surrealista. Y no comprendo cómo el precio del gas vaya a cambiar esa condición. Tal como vamos, seguiremos en las mismas, con la única diferencia de que la lavandera Antonia -la que vive sola con sus once hijos, de la Trinitaria para adentro- estará contribuyendo al presupuesto del Estado con dos o tres dólares más al mes, mientras que en su casa se comen dos o tres almuerzos menos en ese mismo tiempo.

Hay una lista de otras cosas posmodernas que no entiendo: por ejemplo, de qué sirve que ampliemos el universo de los contribuyentes al impuesto a la renta cuando las “estrellas” del universo actual no pagan nada; o cuáles son las ventajas de que le pongamos un impuesto a las casas y autos de la clase media, porque a los ricos los impuestos indirectos no les hacen ni cosquillas.

¿Queremos volvernos eficientes? El otro día me puse a divagar sobre el tema y se me ocurrieron algunas ideas tontas que se las voy a contar solo para que se rían, porque enseguida verán lo absurdas que son.

Se me ocurrió, por ejemplo, que podríamos apoyar más los poquísimos esfuerzos que se están haciendo para cobrarle de verdad el impuesto a la renta a una lista de multimillonarios deshonestos que lo evaden en forma sistemática.

Digamos que con eso se pudiesen incrementar los ingresos fiscales lo suficiente, entre otras cosas, como para construir un lindo dispensario médico y mejorar la vieja escuelita en el barrio de la señora Antonia, allá en la Trinitaria.

Digamos además que, ciertas empresas ineficientes, sabiendo que ya no habrá cómo evadir al fisco, empiezan a estudiar por fin cómo incrementar su productividad. Y digamos por último que con eso se consiguen, a la larga, unos cuantos empleos adicionales.

El Ministro de Economía que lograse ese “milagro” podría salir al balcón del Palacio de Carondelet a anunciar que se deroga el subsidio al gas, y una multitud iría a aplaudirlo.  Pero si los actuales funcionarios de Economía, parapetados dentro de un búnker, anuncian entre cuatro paredes la misma noticia –mientras el Presidente con gafas trota y sonríe en medio del desempleo, los bajos salarios y una concentración enorme de la riqueza–, entonces solo sembrarán amargura y rencor, porque la promesa de una economía distinta se convirtió en la misma receta de hace tres décadas: que los pobres y la clase media paguen más por las mentiras de una economía ineficiente.