El título que antecede sintetiza en dos palabras lo que contemplamos y celebramos en estos días. Es el misterio de nuestra liberación más profunda y cabal, que nos abre el camino a la vida plena y verdadera.
Liberación que llamamos, con mayor propiedad, Redención. Vida que es victoria sobre el mal y la muerte con la Resurrección de nuestro hermano y Señor Jesús.

¿Tenemos conciencia del misterio de nuestra Redención? Redimir es rescatar o sacar de esclavitud al cautivo mediante precio. La esclavitud en que nos encontrábamos era radical: la de nuestra naturaleza caída desde el pecado original, aherrojados por el Maligno, imposibilitados de alcanzar por nosotros mismos la libertad de los hijos de Dios y con ella la vida eterna y feliz para la que fuimos creados. Pero Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, el único que podía hacerlo, pagó sobreabundantemente, por amor, con su Pasión y su Muerte, con su Cuerpo clavado y su Sangre derramada en la Santa Cruz, el precio de nuestro rescate. Por eso dice san Pablo –también para que lo meditemos hoy, Viernes Santo–: “Habéis sido comprados a gran precio”, y añade, como consecuencia: “glorificad a Dios y llevadle en nuestro cuerpo”.

La libertad de los hijos de Dios, que Él nos ha ganado a tan alto precio, nos abre la puerta y nos pone en camino, a todos y a cada uno, para la vida plena y verdadera. Con la gracia de Dios, que nunca puede faltarnos, y con el seguimiento de Cristo, que nos ha dicho: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”, podemos alcanzar la meta. Pero hay que entender bien esa libertad, la única auténtica. Y para eso hemos de fijarnos detenidamente en la agonía y en la oración de Getsemaní. Sudando sangre, con pavor y con angustia humanas, ora el Hijo del Hombre, como a sí mismo se llamaba el Hijo de Dios: “Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; pero no sea como yo quiero sino como quieres Tú”. Es como decir: mi voluntad es que no se haga la inclinación humana, falible, sino la Voluntad divina, infalible. Esta es la libertad auténtica, la de la inteligencia bien iluminada y la voluntad bien fortalecida, con la gracia de Dios.

Jesús, con su actitud y con sus palabras, no niega que el dolor físico y moral sean males, aunque relativos, pero no los evade en aras de nuestra Redención, es decir como precio amoroso y misteriosamente pagado para librarnos del único mal absoluto: el pecado, raíz y causa de todos los otros males. Ante lo cual los humanos, creados e imagen y semejanza de Dios, y singularmente los cristianos, miembros del Cuerpo Místico del que Cristo es Cabeza, no podemos menos que preguntarnos si estamos dispuestos a corredimir con Él para ser, consecuentemente, partícipes de su Resurrección. Ese hecho misterioso, humano y divino, natural y sobrenatural, que celebraremos alborozados el próximo domingo, en la fiesta mayor del cristianismo, culmen de la Semana Santa.