El historiador Johan Huizinga, en su obra El homo ludens, caracterizó la vida humana como un conjunto de expresiones lúdicas. Así, desde el juego de palabras en el lenguaje, hasta la religión, los deportes, el arte, la economía, la educación, la política y en general toda la cultura están atravesadas por el ludismo, que humaniza las relaciones entre las personas y las jerarquiza sobre toda criatura de la naturaleza.

El poder es, de acuerdo a Huizinga, un juego muy serio que se presenta en todos los grupos y sociedades. Lo curioso es que el ‘valor’ psicológico y político del juego no se halla precisamente en el cumplimiento de la norma o de las reglas establecidas, sino en la evasión o transgresión de ese deber. Allí es donde nace el verdadero sentido del juego; de lo contrario, no habría espacio para jugar.

 Este hermoso y profundo mensaje de Huizinga viene al caso cuando reflexionamos sobre nuestra política doméstica, en la que los jugadores –preparados o no para dirigir este país– no solo han jugado con las emociones y esperanzas de la gente, sino que han transgredido varias veces las reglas de juego de la democracia, y para mal de males, todavía se encuentran vigentes.

 Los tipos de juegos son variados. Veamos algunos ejemplos: el juego del yo no fui es proverbial.
Siempre la culpa es ajena: el Presidente saliente, el Congreso que no aprobó una ley, o bien la naturaleza (El Niño, un terremoto, una guerra etc.) para evadir responsabilidades. Otro juego muy común es el barco se hunde.

 Fue la metáfora perversa que nos trajo Mahuad para hundirnos con el Titanic. También se juega a menudo a las escondidas, es decir, con las cartas (de intención) mal dadas o tapadas. Y qué decir del juego de la alfombra roja que cobija alianzas peligrosas y resbaladizas, en el complejo tablero del ajedrez mundial.

 Pero también otros juegos son interesantes. El juego del yo no dije, que tiene estatus presidencial.
Las aclaraciones y rectificaciones son parte de las noticias del día siguiente, pero las verdaderas informaciones no aparecen. Y desde luego, los juegos verbales entre los partidos aliados, que se lanzan flores y dardos por el mal reparto de cargos, y el juego de última data que Bonil caricaturizó de manera magistral: Iza, Iza, Iza, comienza la paliza.

 Los juegos del poder tienen ahora una marca especial: las broncas ya no son entre los oligarcas y el Estado llano, como antaño, sino entre el Estado llano y el mismo Estado llano, por una razón obvia: los indígenas todavía no han procesado que son poder y que como poder no pueden hacer oposición desde el propio poder. Sin embargo, siguen con el mismo juego de siempre: a ser opositores (“aunque sea al propio gobierno porque nosotros solo respondemos a las bases”).

   El problema de fondo es que los indígenas están con sus mejores cuadros pero talvez no con el mejor gobierno.

El abismo entre las instituciones del Estado –pensadas y levantadas por un sistema en proceso de extinción– y los nuevos actores sociales –los indígenas– configura un difícil modelo de cohesión interna entre los dos partidos coaligados.

   Por eso, el juego de los juegos todavía está por jugarse. Perdonen la tautología. Y ojalá no pierda el país.