Otra vez la liviandad vuelve a invadir la política. Desde las decisiones de Lucio Gutiérrez al nombrar a parientes y coroneles hasta el modo cómo comienza a ser tratado el régimen. Con liviandad. Y el diccionario propone un sinónimo: con desenfreno.

A momentos durante estas semanas me he acordado de todo lo vivido en los meses del régimen de Abdalá Bucaram. Así, entre gestos livianos del Gobierno y desenfrenos de sus críticos se fue fraguando un desenlace “liviano”. A continuación el Congreso de Fabián Alarcón fraguó una sucesión ligera, “impúdica”, que es otro sinónimo que el diccionario nos propone para “liviano”. Impudicia en la transición y desenfreno en el ejercicio de la transición.

Tal vez tenemos mucha dificultad para ubicar los acontecimientos. Para dimensionarlos. Vivimos una opinión pública “escandalosa”. Habituados a un empaquetamiento conservador, solemne de la política, se nos oculta la liviandad con que transcurre la corrupción. Los corruptos se marchan sueltos de huesos y con toda su solemne declaración de bienes en el bolsillo.

En uno de sus gestos ligeros el presidente Gutiérrez propuso decretar el arraigo para el Gabinete saliente. Los juristas se rieron de tanta ligereza. La orden de arraigo es facultad de los jueces. Yo propondría otra ligereza que no es producto sino de la misma frustración e impotencia que le debe haber asaltado al Mandatario: ¿no podría ser que los ministros, en vez de la inútil declaración de bienes ante el Contralor aceptaran al posesionarse una orden de arraigo? Nuevamente reirían los juristas, porque además para cada viaje oficial habría que levantar una orden que presupone la sospecha de un delito. Pero es que la liviandad de las instituciones y de las normas provoca proponer absurdos como el de Lucio Gutiérrez.
Un régimen de “sangre dulce” se acaba de ir con un fardo de tres ministros de Estado prófugos. Cuánta liviandad.

La presencia de los indios en el Gobierno me parece que también es vista con liviandad. Nos preocupa más la contradicción entre haberse opuesto a los ajustes y aceptarlos hoy, que el hecho histórico de haber llegado al poder luego de siglos de exclusión. Nos importa más subrayar su inexperiencia que el cambio profundo que representa el hecho. Livianos. Así hemos caminado en la historia aligerando el peso de las cargas, olvidándolas. Desmemoriados y livianos. Ocupados apenas de la coyuntura inmediata, arreglando los detalles de nuestros intereses inmediatos y provocando hipertrofiadas visiones y “opiniones públicas” a partir de cómo nos favorezcan o descoloquen las decisiones del poder público.

Hemos desarrollado una capacidad tan exquisita para engañarnos. Vamos acuñando una teoría y una tecnocracia del engaño. Por ejemplo, con cuánta liviandad hablamos de “ventas anticipadas de petróleo” para cubrir las deudas. Nos parece tan normal vender el futuro. Lo hemos hecho desde los tiempos inmemoriales de la República. En cuántas ocasiones a lo largo de la historia quisimos pagar deudas vendiendo el Archipiélago de Galápagos.

El escándalo es la forma hipertrofiada que toma nuestra liviandad, al punto que no seamos capaces de colocar los hechos en sus reales proporciones. Y la dimensión política, en particular, es la más hipertrofiada de las dimensiones.