¿Hay alguna contradicción fundamental entre planificar y tener una economía moderna, dinámica, equitativa? Claro que no. ¿Acaso las grandes corporaciones capitalistas, liberales (aunque muchas veces con un extraño concepto del liberalismo) e inmersas en la economía de mercado, no planifican? La respuesta es obvia. ¿Todos nosotros no intentamos vivir, con libertad, en un marco en el que planificamos las grandes orientaciones de nuestra existencia? Por supuesto. Pero a pesar de estos argumentos obvios, la palabra “planificación” ha caído en desgracia en ciertos círculos intelectuales.
La razón es evidente: hay planificación y planificación. No es posible en una economía dinámica, y en consecuencia cambiante e imprevisible (factores esenciales y consustanciales del desarrollo), querer desde el poder dar las instrucciones sobre la manera en que deben actuar las personas. Pero sí se pueden mejorar de manera dialogada y planificada, los procesos que permiten el funcionamiento de esa sociedad. Por ejemplo, no es aceptable establecer mecanismos para decidir qué, cuánto, cómo y dónde deben producir los agricultores (idea muy arraigada en las mentes de mando vertical), pero sí es posible reflexionar sobre la manera en que se pueden desarrollar desde el interior del propio sector mecanismos de información que permitan a los agricultores tomar mejores decisiones. No se puede desde el sistema de planificación decidir cuál es el número de bancos óptimo y cuál debe ser el nivel de las tasas de interés, pero sí se puede identificar al sistema financiero (por razones micro y macroeconómicas) como un cuello de botella y discutir sobre los mecanismos que permitan eliminar las trabas existentes.
Planificar es mirar hacia delante, identificar retos y oportunidades, y decidir cómo se los puede aprovechar. Y el país en ese sentido necesita mucho de planificación. Vamos a entrar (tal vez y ojalá) a una gran zona de Libre Comercio en las Américas. La planificación debe ser el espacio para decidir juntos qué debemos hacer para optimar ese proceso: los límites de la cancha en la que vamos a negociar, las necesidades de los que van a competir concretamente (los empresarios). Requerimos de una reforma a fondo del funcionamiento del Estado: cómo, hacia dónde, con qué objetivos, con qué instrumentos cuantificables, con qué sistema de evaluación de resultados y rendición de cuentas. Las inversiones de Estado no pueden ser decididas en un marco en que se suman gastos sin ninguna visión, es decir sin ninguna planificación. La educación requiere de profundo cambio en su visión y sus instrumentos. Por eso tantos discursos de fin de Gobierno son un simple enumerado de obras y no de objetivos fundamentales (cumplidos o no cumplidos).
Por eso me parece muy interesante la idea de darle nuevo vigor a la Secretaría de Planificación, agregándole el calificativo de Diálogo. Ojalá no sea la oportunidad para que viejos creyentes en el Estado como arreglador de nuestros problemas, vuelvan a revivir el intervencionismo vertical. Ojalá sea la oportunidad para que el diálogo abra la puerta a la visión clave de que el país necesita más destrabar que intervenir.