Prendí una vela. En el partido contra Italia, confieso que prendí una vela. Bueno, no la prendí yo sino mi mujer, la Cata, pero para el caso da igual: yo no la apagué. Es decir, consentí que la vela se consumiera junto al aparato de televisión a través del cual los dos mirábamos el partido.
La vela no alumbraba a ningún santo, como podría creerse. Ni a una imagen budista, tampoco. Ni siquiera a la pantalla del televisor, que venía ya alumbrada por la energía eléctrica. La vela estaba allí porque la Cata leyó en algún lado que una vela amarilla atrae las buenas energías. Y como en trances como estos necesitábamos muchas, pues la prendió.
Yo me sonreí cuando ella la prendió. Pero me sonreí muy discretamente, más con un dejo de permisividad que de burla. Y no me volví a acordar de la vela hasta que terminó el partido: durante el intermedio, corrí a afeitarme y me hice un corte sobre el bigote porque mi pulso no estaba firme. Entonces fumé mi tercer cigarrillo y bebí mi segunda taza de café.
El segundo tiempo, pues, me cogió mejor preparado: poco a poco, fui dejando de temblar.
Cuando terminó el partido, con el resultado por todos conocido, con algo de rabia, de venganza, me acerqué hacia la vela y la soplé para apagarla. Solo entonces me di cuenta que esta no era amarilla: era de un tono bastante desvaído, que en algo se asemejaba al rosado.
Asustado ante mi descubrimiento, corrí a preguntarle a la Cata que por qué no había prendido la vela amarilla. Ella me contestó que en el apuro y en la oscuridad de la madrugada debió haber tomado equivocadamente otra.
No creo en los santos ni soy supersticioso, pero prometo que para el partido contra México me aseguraré que la vela que prenda mi mujer sea amarilla.
Eso será, desde luego, si es que llego con vida al día sábado: desde ese momento me está matando la culpa de que por mi culpa (bueno, y por la de la Cata) Ecuador perdió el partido.