Debió ser en los primeros lustros del 1500. El Renacimiento se encontraba en todo su esplendor. El genio mimado de Mecenas y buscado por los pontífices no podía contener dentro de sí a los ángeles y a los demonios que pugnaban por salir convertidos en óleos, nacidos del mármol o perennizados en múltiples creaciones que las seguimos admirando. Miguel Ángel Buonarrotti debió haber pasado noches de meditación, encaramado sobre el andamiaje especialmente creado para pintar el cielo raso de la Capilla Sixtina. Con su pincel maestro habrá hecho trazos y más trazos hasta llegar a plasmar una idea genial consagrada luego por la humanidad. Su obsesión era perennizar el momento de la creación. Finalmente se hizo la luz y el genio nos regaló la imagen de un venerable anciano, r  epresentación de Dios Padre, que desde el alto cielo extiende su mano y con su dedo divino toca el dedo de Adán recostado en la tierra dándole un hálito de vida, animándolo y haciéndolo a su imagen y semejanza, convirtiéndolo en cocreador y en piloto de su creación.

Desde ese instante, lejano y perdido en la noche de los tiempos, los humanos nacidos en la tierra, nos afanamos, pugnamos y luchamos por transparentar esa herencia creadora que llevamos en nuestras raíces: ser creadores de ilusiones y realizadores de sueños, forjadores de nuevas oportunidades, vencedores de obstáculos, apostadores de imposibles, luchadores en contra de adversidades, vencedores de tornados y de huracanes, atrevidos navegantes en mares bravíos o solitarios pasajeros en naves siderales; ese es el destino de los humanos: elevarnos por sobre nuestras flaquezas; desafiar a la gravedad y sus leyes; descubrir los secretos de la vida; surcar la tierra para depositar en ella las semillas que servirán para alimentar nuestros cuerpos; amar con intensidad y con ese amor preservar la continuidad de la raza humana o quizá, horadar la tierra para plantar cimientos y levantar centros educativos donde el estudio, la formación, la espiritualidad y la solidaridad ofrezcan caminos para llegar a la realización personal; estas acciones ennoblecen el ser humano, hablan bien de nuestra presencia en la tierra. Le hace bien al Ecuador, país bendecido por la naturaleza y mimado con predilección por el Creador, ser testigo, a pesar de la crisis que nos agobia, de felices realizaciones que ponen de manifiesto una verdad: cuando los ecuatorianos queremos apostar a un futuro digno y fecundo,  sí somos capaces de hacerlo, sí somos capaces de encaramarnos para otear horizontes desconocidos y somos también capaces de vencer adversidades, de superar mezquindades y de proclamar a los cuatro vientos el triunfo de la confianza, de la intrepidez y de la vocación de seres existencialmente perfectibles. Cuando esto sucede se afianza nuestra vocación recreadora del universo.

Con cada vida humana que nace, hay fiesta en el cielo.

Con cada creación terrena el paraíso se conmueve.

Con cada sonrisa nuestra los ángeles también sonríen.

Con cada sueño alcanzado nacen otros que nos encadenan y motivan.

Con cada estudiante la vocación del maestro renace.

Con cada hijo que llega, la familia se fusiona.

Creo que un pedazo de cielo decidió quedarse en cada centro de estudios.

Reflejado en la pureza de nuestros infantes.

En la despreocupada inquietud de nuestras niñas y niños.

En los sueños y desengaños de nuestros jóvenes, cazadores de ilusiones.

En los temores y ternuras de nuestros padres de familia.

En los desvelos, angustias y alegrías de nuestros maestros.