En su restaurante Mare Nostrum, Gonzalo Dávila recibe a los clientes con una broma, una frase, un gesto, que les recuerda que han entrado a un ámbito especial y que, por lo tanto, deben dejar afuera sus preocupaciones, para poner toda su atención en la comida. Y nada más que en la comida. Una comida que siempre tiene algo de especial, de novedoso. Que siempre tiene un toque de sorpresa. Como tiene un toque de sorpresa la vida de este cincuentón extrovertido, alegre, inteligente, aventurero.
¿De dónde nace su afición a la cocina?
Así como el protagonista de El perfume nació con olor a pescado, yo nací con el olor a la cocina antigua. Mi familia vivía en las afueras de Quito y allí se preparaba la comida para un período más o menos largo. Yo amasaba la harina para los tallarines, hacía las tiras delgaditas y las ponía a secar. Era precioso.
Pero ¿quién cocinaba?
Mi mamá. Ella proviene del norte de España. Los vascos funcionan alrededor de la comida.
¿Sus padres tenían restaurante?
No. Mi abuela invitaba a comer una vez por semana y la comida era un banquete. De ahí se origina también mi obsesión por la presentación de los platos.
¿Cuándo abrió su primer restaurante?
Hace muchos años, en 1969. Las Redes era solo de mariscos que, de las comidas, es la más delicada, la que menos trabajo exige y mejores resultados da.
¿Cómo después de estudiar Derecho se desvió hacia la cocina?
Porque busqué mi realización personal.
¿Nunca le gustó el Derecho?
Sí. Pero creo que soy de esos hombres raros a los que les gustó la Emulsión de Scott y el Derecho Romano, dos cosas que a los demás les parecen horribles.
¿Se graduó de abogado?
Egresé de la Facultad de Jurisprudencia, después de sacar la licenciatura. Obtuve mi doctorado en Derecho Canónico; luego dejé de estudiar un año, mientras instalaba la marisquería; regresé a las aulas y, cuando me iba a graduar, vino la transición en la Universidad Católica: dejó de ser un colegio grande, y todo cambió. Entonces, ahí quedaron las leyes. También ese fue un acto de rebeldía contra mi padre, que no aceptaba que sus hijos pudieran estudiar algo que no fuera Derecho.
¿Su padre era abogado?
Mi padre era abogado. Mi hermana, abogada. Mi hermano, abogado. Mi otro hermano, abogado. Todos mis tíos son abogados. Todo el mundo es abogado en esa familia. ¡Y yo cocinero! Quise hacer lo que realmente me gustaba. Claro, reconozco que mis estudios de leyes me sirvieron muchísimo, entre otras cosas para escribir bien, con condumio y paladar.
¿Siempre tuvo afición por la escritura?
Me apasiona. Como me cuesta dinero publicar en el periódico los anuncios de mi restaurante, hago textos exactos. Eso me ha obligado a dar mis mensajes en píldoras.
¿Una forma novedosa de publicidad?
Yo dije en un anuncio que dos cosas había que suprimir: el pescado frito (que aumenta el colesterol) y los políticos fantasiosos. Me divierto. Una vez la Curia me llamó la atención porque dije en qué consistía el ayuno durante la Cuaresma: en dos o tres platos diarios de fanesca, molo y arroz con leche. El ayuno –expresaba yo en el anuncio– ¡es una gula!
Igual que explora la comida y la palabra, ¿también exploró la historia y la geografía?
Bajo el mismo esquema de hacer de la vida un sueño. Lo concreto solo le lleva a uno hacia lo burdamente material.
¿Entonces soñó con descubrir el tesoro de Atahualpa?
¡Claro! Seguí la ruta de don Antonio Pástor de Marín y Segura que, según dicen, fue quien sacó todo el tesoro. Después fui al Archivo de Indias de Sevilla. Las malas lenguas señalan que de tal magnitud fue lo que encontró Pástor que, no contento con robarse, decidió no ir por Latacunga sino por el Oriente hasta el Perú, desde donde embarcó lo que tenía a Escocia.
Pero si él sacó el tesoro ¿qué buscaba usted?
La teoría es que si en un cuarto se guarda azúcar, por más que se barra algo queda...
¿Cuántas veces fue a los Llanganates en pos del tesoro?
Entre expediciones grandes, medianas y pequeñas, 42 veces. Cada vez había que llevar a diez o doce portadores de la carga, que básicamente consistía en alimentos para poder subsistir 33 días seguidos en esos lugares tan inhóspitos.
Después de tantas aventuras, ¿qué va a hacer con la documentación acumulada?
Escribir todo lo que sé.
¿Combinaba su faceta de expedicionario con la de chef?
Claro. Además, estaba joven. Era una vida preciosa.
¿En el medio de todo eso, la música?
También es algo que me viene de familia. Mi abuelo era tenor. Refundó el Conservatorio Nacional de Música que alguna vez, en su honor, se llamó José María Trueba. Toda mi familia tocaba el piano, menos yo. Mi casa estaba llena de pianos, pianolas y partituras. Se oía ópera y zarzuela. Dicen que tengo buena voz.
¿De barítono?
De tenor.
Entre tantas gracias, ¿para qué es inútil?
Para el dibujo. No puedo hacer nada. Pero, en cambio, soy muy hábil para reírme de mí mismo. No me tomo en serio.
Sin embargo, en serio ¿lo convirtieron en actor de cine?
Un sobrino mío es el tercero de a bordo en el laboratorio de Steven Spielberg. Es un jovencito de 24 años que vino a visitar a la familia y tenía que regresar a filmar una película. Llegó con sus amigos que, apenas me vieron en el restaurante, le sugirieron que me llevara como actor.
¿Para qué papel?
El protagónico. Interpreto a Clemence, el profesor de ajedrez de una chica. Tengo 80 años y sufro de Alzheimer. A la chica la pretende alguien de su edad, pero también el viejo está medio enamorado de ella... En una escena me atrevo a rozar su mano.
¿Dónde se hizo la película?
En Hollywood.
¿Qué impresión le dejó ese mundo del cine?
Me pegué el susto de mi vida. Para asumir el personaje del viejo viví intensamente su personalidad, su enfermedad.
¿Antes había actuado?
Un amigo me dijo: “Para ti no va a ser difícil hacer la película, porque actuar es lo que has hecho toda tu vida”. Aquí en el restaurante recibo a la gente actuando. Creo una atmósfera. En la película me posesioné del personaje, y eso fue muy fuerte. Lloré porque llorar me salía del corazón. Me despojé de escrúpulos y logré abstraerme de todo, focos, cámaras, camarógrafos, todo. Los 60 técnicos que estaban alrededor mío se tornaban invisibles el rato de la actuación. Estaba yo conmigo mismo, hablando en alta voz.
¿Qué pasó con la película?
Se quedó en inglés, sin traducción. Yo renuncié a los honorarios porque estaba agradecido por todo lo que había vivido durante esa experiencia. Me pareció un gesto de desprendimiento. Ante eso, ellos me regalaron una copia del filme para que yo lo pasara en el Ecuador. Como la copia está en inglés, hay que traducirla, aspecto en el que ya estamos trabajando. Lo que se recaude irá a beneficio de una escuela.
¿Tuvo aceptación el filme?
Ha ganado algunos premios. Uno de escenografía, otro de originalidad. Pero todavía no sale de Estados Unidos. Recién ahora va a ir a festivales.
¿Es decir que en este momento usted puede ser el Robert de Niro criollo?
Podría ser, claro.
Todo esto revela que usted va de aquí para allá. ¿No puede quedarse quieto?
No puedo. Tengo una vida intensa, conozco de todo. Así uno se desprende de ciertos sentimientos malignos. Aprende, por ejemplo, a no envidiar. Hago lo que tengo que hacer y punto.
¿Con esa misma actitud va a la cocina?
Claro. Descubro. Pruebo. Experimento. Trato de que la gente coma bien y equilibradamente. Entonces, resulta que el gastrónomo es tan importante como el político, como el historiador. El que aporta un plato a cada cultura es un genio.
¿Es autodidacto en esto del arte culinario?
En un principio. Luego estudié en la California Culinary Academmy, para saber el cómo de ciertas cosas.
¿Y da clases?
Dejé las clases, porque me resultaba muy agobiante la corrección de exámenes y de monografías.
¿Les exigía monografías a sus alumnos de cocina?
Es que no era profesor de cocina sino de filosofía, en varios colegios. Trataba de que los chicos tuvieran criterio, porque con criterio pueden desenvolverse en las más diversas circunstancias. Si tienen criterio van a librar bien la batalla y, si no, van a sucumbir ante el alcohol, el sexo, el facilismo, el individualismo.
¿Y usted ante qué ha sucumbido? ¿Cuál es su pecado capital?
No haber puesto el acelerador a fondo en lo que quería. En el canto y la música, por ejemplo. Si hubiera sido honesto, tendía que haberle dicho a mi padre que no quería estudiar leyes. Lo que pasa es que hasta ahora no he aprendido a decir no.
¿Por no herir a los demás?
Quizás por las ganas de agradar, por impedir que los otros se ofendan. Eso debe ser también cuestión de educación.
Y a propósito de educación, ¿qué estudian sus hijos?
Los dos mayores se dedicaron a la cocina y ya son chefs. María Cristina en Boston y José Gabriel en San Francisco, California. El tercero, Mateo, tiene 12 años y es el catador oficial de mis inventos, por lo cual se ha engordado. Come todo lo que hago. ¡Y le gusta!