Perteneciente a una familia de maestros, músicos y escritores, Sonia Manzano incursiona con igual destreza en la literatura de creación (poesía, cuento y novela), la crítica literaria, la música (es concertista de piano) y el magisterio. En todos esos campos se mueve con similar destreza. Pero es en las letras donde se moviliza como pájaro en el aire.

En el curso de tres décadas, ella ha dado la estampa numerosos libros. Ellos son, además del comentado en esta crónica, los poemarios El nudo y el trino (1972); Casi siempre las tardes (1974); La gota en el cráneo (1976); La semana que no tiene jueves (1978); El ave que todo lo atropella (1980); Caja musical con bailarina incluida (1984); Carcoma con forma de paloma (1986); Full de reinas (1991); Patente de corza (1997); el libro de cuentos Flujo escarlata (1999) y la novela Y no abras la ventana todavía (1993); Primer Premio de la III Bienal de la  Novela Ecuatoriana.

Ahora, Sonia nos entrega la novela Que se quede el infinito sin estrellas, editada por la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito. El título de la obra es el primer verso del viejo bolero Piel canela, que hizo famoso Bobby Capó. Es una señal del carácter pleno de humor impartido a la narración.

Los personajes de la obra cruzan el escenario campesino: pueblos, recintos, haciendas, ingenio azucarero..., como marionetas movidas por la mano de las circunstancias, influyendo y siendo influidos por la vida de los otros personajes, cual si fueran vasos comunicantes.

En cada una de las páginas de Que se quede el infinito sin estrellas reaparecen algunas excelencias de la primera novela de Sonia: la fácil lectura, el aliento poético volcado sobre los escenarios y trabajos campesinos, el deleite al realizar caricaturas y esperpentos.

Algo muy evidente en esta novela es la voluntad de utilizar un estilo directo, conversacional, cual si se huyera de los artificios formales tan de moda. Sonia Manzano narra este libro como si lo contase a un auditorio cautivo para el cual los recursos literarios sobrasen por la riqueza de las historias.

Corcho la botella con un fragmento revelador de la liviandad cautivadora de  Que se quede el infinito sin estrellas: “Cuando Alberto, luego de un mes consecutivo de baños de inmersión, sanó, lo que se dice del todo, su madre lo vistió con el hábito de San Vicente, pues le había ofrecido a este santo en los momentos más cruciales de la bronconeumonia, que si le hacía el milagro de salvar a su hijo, vestiría a éste como un perfecto dominico a través de ocho años seguidos.
“Usar el hábito se le fue haciendo un hábito con el paso del tiempo. Con ese hábito aprendió, desde los cinco años, a treparse a los árboles de toda catadura para bajar de ellos frutos colgantes, huevos de pájaros y testes de ángeles”.
En suma, una novela diferente en la literatura ecuatoriana.