La democracia, nuestro sistema de gobierno, si bien es cierto continúa siendo la utopía política, en la práctica –igual que en algunos países– está decepcionando y desilusionando a sus defensores debido a la baja calidad de la misma. Está originando una generalizada violencia que lo único que consigue es propiciar el avance del pragmatismo revanchista cívico popular.

El IDEA Internacional (Instituto para la Democracia y la Asistencia Electoral), incluyendo al Ecuador en su Informe del año 2019, expresa: “... el desencanto de los ciudadanos con la democracia es producto de los efectos políticos producidos por la extrema desigualdad en términos de riqueza. Estas consecuencias subvierten uno de los principios de la democracia, la igualdad política; socavan el desarrollo del Estado de derecho y el respeto por los derechos humanos y alimentan el descontento social, el cual, a su vez, aumenta la desconfianza, exacerba las tensiones sociales, da lugar a la delincuencia y la violencia y fomenta una inestabilidad recurrente...”.

En la parte que analiza la situación latinoamericana, incluyendo el Ecuador, lo más destacado es el alto grado de violencia que representa la corrupción de la justicia, sin la cual no se concibe un Estado de derecho, convirtiéndolo en un Estado fallido. Sin justicia no hay democracia.

En el 41 %, casi la mitad de sus países, según el Banco Mundial, tan solo el 24 % de la población confía en el Poder Judicial, mientras que el 43 % cree que los magistrados son profundamente corruptos, y el 80 % tiene la sensación de que quienes tienen dinero pueden comprar la justicia, todo esto sumado a su politización, impunidad e incapacidad para hacer cumplir la ley. Sin justicia no hay democracia.

El Ecuador vive sumergido en la violencia criminal. Especialmente Guayaquil. La inseguridad, la delincuencia organizada y la alta tasa de criminalidad derivada de la guerra del narcotráfico carcelario y del sicariato, así como la percepción de la ineficacia del Estado en contenerlas, están debilitando el sistema democrático y generan una cultura popular hacia la misma de desconfianza, autorizándola como una respuesta legítima, y amenazando con retirarle la delegación monopólica del uso de la fuerza para ejercerla personalmente.

El presidente Guillermo Lasso nuevamente, igual que lo hizo con la vacunación del COVID-19, está en la obligación de proporcionarle a la democracia toda la fuerza del Estado y su oxígeno vital, para que no la asfixie esta heredada pandemia de violencia corruptora y delincuencial en aumento, impidiendo que recoja sus frutos el ausente sembrador de vientos, ya que como bien expresa la IDEA: “... la ira y la frustración de las clases medias se canalizan a través de las protestas públicas o del cambio electoral...”.

Para evitarlo, el Gobierno, auxiliándose en los constitucionales estados de excepción que sean necesarios, deberá acelerar la economía social de mercado, reformar completamente las estructuras de la Función Judicial y combatir más eficazmente a la delincuencia organizada y al narcotráfico, mediante el uso de la fuerza pública. (O)