Se supone que los pueblos eligen los gobernantes y funcionarios que merecen. Entonces, ¿los ecuatorianos merecemos varios presidentes fugados, alcaldes, prefectas y asambleístas engrilletados y un defensor público ‘mal chumado’? La pregunta es pertinente desde la aguda respuesta que Lenín Moreno le dio, en los últimos días de su mandato, a quien le dijo que el Ecuador hubiera querido “un mejor presidente”. La réplica de Lenín provocó un rechazo ‘patriótico’ en la opinión pública y en algunas columnas periodísticas. Solamente dos o tres articulistas, incluyendo a Alberto Dahik en esta página, realizaron un balance más ecuánime, destacando los logros de la administración de Moreno igual que sus fallas. Nuestro chovinismo descendió a nivel cloacal, con aquellos memes sobre la discapacidad física del expresidente, lo que cuestiona si somos el pueblo noble y hospitalario que imaginamos.

¿Realmente estamos contentos con la clase de pueblo que somos los ecuatorianos, entendiendo como pueblo, para este caso, el conjunto heterogéneo (en todo sentido) de personas que habitamos en el territorio de la República del Ecuador y que portamos algún documento de identidad que nos confiere esta nacionalidad? No me parece, a juzgar por las diversas reacciones, incluso físicas, de miedo, desagrado, desaprobación, ira, suspicacia, repulsión, inhibición y angustia que la mayoría de ciudadanos experimentamos en la vida cotidiana ante las agresivas relaciones que sostenemos en el tráfico, en las compras, en las filas y en las redes sociales. El terror y la inseguridad cuando vemos el progreso de la violencia y la criminalidad en los noticieros, y no se diga cuando hemos sido víctimas de nuestra próspera delincuencia. La desazón y la desesperanza cuando escuchamos el discurso de algunos que pretenden liderarnos, y el de otros que presumen de habernos gobernado. La impotencia general frente a las inequidades que constituyen una bomba de tiempo.

Ante todo ello, nuestra resentida autocomplacencia ‘nacionalista’ deviene onanismo narcisista, que no tolera crítica ni análisis. Es decir, la caricatura patética de lo que sería un genuino orgullo nacional. Evidentemente, no hay una causalidad única para nuestros padecimientos, ni una solución milagrosa e inmediata. Pero volviendo a los fundamentos, deberíamos aceptar que somos un pueblo básicamente mal educado e insoportablemente maleducado. Por un lado, los esfuerzos de sucesivos Gobiernos jamás han logrado mejorar el nivel de nuestras instituciones educativas desde el preescolar hasta la universidad: seguimos a la cola en nuestro continente y en el mundo. Además, somos la (in)cultura del irrespeto al semejante, del reflejo muscular y la reacción visceral que se anteponen a la reflexión, y de la acción inmediata que se ahorra el pensamiento y silencia la palabra. Somos un pueblo meramente reactivo y bastante ‘básico’ en todas nuestras interacciones cotidianas y en los discursos que las organizan. Entonces, aparte de nuestros paisajes, productos de calidad y exportaciones, ¿estamos orgullosos de nuestros modos comunes de comportamiento en el lazo social y en la vida política? (O)