En agosto de 2014 la legislación penal ecuatoriana tuvo una profunda transformación con la introducción del Código Orgánico Integral Penal como sustituto del Código Penal. Dentro de este nuevo cuerpo legal se reformó el texto que correspondía al delito de terrorismo, abandonando la concepción tradicional de acciones graves contra personas o propiedad con el fin de atentar contra la seguridad pública, por la de provocar o mantener “en estado de terror a la población o un sector de ella”. Mientras códigos penales como el español (art. 573) mantienen este elemento como subsidiario al ataque contra el orden constitucional o la paz pública, otros como el colombiano (art. 343) también priorizan un “estado de zozobra o terror”.
La dificultad de usar la palabra “terror” en un tipo penal es que implica la inclusión de una emoción en la ley, es decir, un estado mental que debe ser probado. Si bastante difícil es demostrar objetivamente la existencia de una emoción sola (ira, odio o celos p. ej.), imagínese el lector la prueba de una emoción colectiva, pues, aparte de las complicaciones numéricas que trae, podría convertir a la actividad probatoria en una simple estadística psicológica basada en presunciones o suposiciones –proscritas de la ley penal ecuatoriana– y no en hechos comprobados, que además necesitan una conexión verificable con el acto externo de la agresión y ser capaces de estimular racional y adecuadamente la emoción primaria del miedo.
Siendo el derecho penal un instrumento de “control social”, este tipo de redacciones dejan una sensación de manipulación legislativa (síntoma de otra emoción), donde parece que ciertos delitos se inflan de indeterminación a propósito para darles una “textura abierta” que conceptualmente no les corresponde, porque ello permite al moralismo populista o al discurso político de turno colarse por las rendijas del sistema penal, donde cualquier tarima valdría como “elemento de convicción” para el fiscal o el juez de instrucción, tal cual ya sucedió no muchos años atrás.
Además, un estado emocional como el de terror –antecedente necesario para imputar terrorismo– no puede carecer de una racionalidad fundada y justificada (González Lagier), de lo contrario, en contrapartida, la víctima que se defiende –aún desproporcionadamente– no podría ser penalizada por falta de culpabilidad. A decir del mismo González, la emoción no es siempre controlable por la voluntad y por tanto no cabría reprochar un acto lesivo realizado contra el terrorista agresor, pero siempre que cumpla con el estándar de normalidad establecido para el “hombre razonable” que pretende su supervivencia.
Lo anterior no quiere decir que a pesar de la endémica deficiencia legislativa que padece el país, actos como el ataque a la caravana presidencial deban quedar impunes, de ninguna manera. Sin perjuicio de que los incidentes denunciados no se adecuen a la hipérbole del magnicidio, es evidente que podrían formar parte de un proceso conspirativo encaminado a cometer delitos de terrorismo, sin que ni una equivocada denuncia ni un deficiente sistema judicial valgan como excusa para dejar tal crimen sin investigación ni castigo. (O)