Los dueños del país de turno están alarmados porque en el Ejecutivo están hablando de una consulta popular. Recurrir al pueblo para que este sea el que dirima la anunciada pugna de poderes les provoca pánico. Esto rompe la tradición ecuatoriana. Ella manda que el presidente, a pesar de ser elegido por más de la mitad de los electores de todo el país —es el único dignatario que se lo elige con esa fórmula—, termine como rehén y marioneta de quienes perdieron las elecciones. (En buena parte, gracias a un sistema que fomenta precisamente esta paradoja y que no quieren reformarlo…). Es como obligar a Biden o Macron que cumplan las ofertas de los republicanos o socialistas que perdieron las elecciones. Esta reacción visceral a la consulta popular es la expresión de una profunda alergia que buena parte de nuestras élites políticas tiene a la democracia directa. Esta gente no concibe que el pueblo participe directamente en la solución de sus problemas. En su enfermizo narcisismo, el pueblo es una masa que únicamente sirve para ir a las urnas cada cuatro años, y punto.

Esta animadversión a la participación democrática se da no solo en los casos en que los canales de democracia directa son promovidos por el presidente, como ahora, sino por la propia ciudadanía. Hasta ese extremo llegan. Eso es lo que ha sucedido con la iniciativa ciudadana para introducir sustanciales reformas a la Constitución liderada por el Comité por la Institucionalización de la Democracia, una organización ciudadana creada por Julio César Trujillo poco antes de su lamentable fallecimiento. El mencionado comité cumplió rigurosamente todos los requisitos que establecen la Constitución y la ley para activar el mecanismo de un referéndum con miras a aprobar tres cambios fundamentales: la eliminación del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, la independencia de la Fiscalía General del Estado y una reestructuración a fondo de la Asamblea. El proceso fue largo, difícil y complicado. Se obtuvieron alrededor de 300.000 firmas de respaldo a lo largo del país. Hubo debates, talleres y conferencias, especialmente entre jóvenes. Pero cuando el proyecto llegó a la Asamblea, allí terminó la democracia. La propuesta no fue debatida dentro del año que manda la Constitución, en la forma como ha dicho la Corte Constitucional que deben debatirse los proyectos de reformas constitucionales (Sentencia 018-18-SIN-CC), sino que, atropellando todas las disposiciones legales, una caterva de legisladores corruptos se burló de la iniciativa ciudadana.

Se ha pedido a la Corte Constitucional que resuelva esta situación. A diferencia de los contratos, donde el temperamento interpretativo busca determinar la intención de las partes, o a diferencia de la interpretación de la ley, donde debe primar la seguridad jurídica, en el caso de la Constitución dicha estrategia interpretativa debe inspirarse en la defensa de valores, tales como la dignidad humana y la democracia. La única posición razonable de la Corte debería ser leer la Constitución en favor de la democracia directa y permitir que el proyecto vaya a referéndum. Lo contrario sería asestarle un duro golpe a la democracia directa —pilar del derecho constitucional moderno— y premiar a las mafias políticas por haber violado la Constitución. (O)