Caminar a una montaña implica pasos no sólo físicos, sino históricos: llegado el momento no importaron tanto los cerros que ascendí para aclimatarme como sí mis 29 años, con todas mis cumbres y fracasos. De mi grupo, que constaba de 16 aspirantes (8 cordadas de 3, cada una con su guía), sólo 4 novatos logramos esa cima, alcanzada por primera vez el 28 de noviembre de 1872, por Wilhelm Reiss y Ángel Escobar. Humboldt, que amaba las montañas, fracasó antes y llegó a creer que se trataba de una cumbre inalcanzable e inaccesible. Y quizá lo sea en muchos sentidos. En todo caso, esta historia, registrada como es, sólo es posterior a la llegada de la escritura a América. Nunca he descartado que los incas y otros pueblos de los Andes lo hayan coronado, de hecho, no era extraña la alta montaña para los habitantes del Tahuantinsuyo: en marzo de 1999 fueron encontrados los restos de tres niños, las Momias de Llullaillaco, en la cima del volcán de ese nombre con 6.739 metros sobre el nivel del mar, en los Andes argentinos. Antes se habían encontrado vestigios arqueológicos en ciertos picos. Lo más probable es que estos niños fueron parte de un sacrificio sagrado a las deidades. Las montañas, en sí mismas, eran para ellos las deidades, a la vez catedrales de piedra y hielo o mausoleos gigantes de la naturaleza donde podían reposar sus cuerpos más puros. ¿Por qué no habrían, los primeros habitantes de los Andes, ascendido al Cotopaxi en esos tiempos?
Dormimos en Tambopaxi, en las faldas últimas del volcán. Bueno, la verdad es que es imposible descansar cuando sabes que en unas horas más intentarás subir a uno de los volcanes activos más altos del planeta. Dormí y mal por algo menor a dos horas. A las 9:30pm del 21 de agosto empecé a vestirme con todas las capas de ropa, así como con el arnés y el mosquetón, el casco con linterna, en fin, todo lo necesario. No sé si llegamos al parqueadero del refugio a las 11pm y al refugio a medianoche, pero alrededor de la 1 de la mañana, ante una garúa que aturdió los nervios de muchos, mi guía, Marcial Vásquez, me indicó que había llegado el momento de empezar el ascenso. Marcial me inspiró confianza desde el primer encuentro. Nos pidió no perder la elegancia, lo cual siempre ha sido una máxima para mí. Iba caminando en calma y cantando canciones rocoleras. De los 4.800 del refugio (superior a todos los Pichinchas), había que alcanzar los 5.897 de la cumbre.
Si en otras montañas tuve que aprender a ser gato, elefante o cóndor, para coronarlas y bajarlas, en esta tuve que ser tortuga. Primero porque Marcial prefirió un ritmo pausado para nosotros, luego porque mi cuerpo me lo exigió, incluso me imploró. Iba a subir al Cotopaxi dando pasitos diminutos y lentos. Era para mí la única manera. Procuraba sólo ver el piso y mis pies. Temía que observar la cumbre fuera demoledor: comprobar que pese a todo el sufrimiento era muy poco lo que se avanzaba y todo el camino estaba, aún, por recorrer. Y claro, pronto empezó el horror. Marcial nos comunicó, a mi compañero de cordada y a mí, que el clima había cambiado abruptamente y había bajado la temperatura, una niebla espesa y helada había envuelto al volcán. Arreciaba un viento brutal y una inconstante llovizna helada. Marcial, con mucha seguridad, nos dijo que creía que no iba a durar mucho, que todavía era posible llegar a la cumbre en condiciones climáticas favorables, y que estaría atento en caso de que hubiese que tomar otra decisión. Confié plenamente en su criterio.
La mente humana es como un mono salvaje que trepa velozmente a los árboles, salta de uno a otro, los baja, come los plátanos que quiere y lanza las cáscaras. Sólo el espíritu puede domar a la mente, a ese mono salvaje. Recordé este concepto de un cuento de Samrat Upadhyay en Arresting God in Kathmandu, donde planteaba que la meditación es la única correa que puede atrapar al mono de la mente. Ante el horror mi mente se lanzó a la angustia, a la ansiedad, a los pensamientos más trágicos: la hipotermia, la inmovilización por un calambre en el frío extremo, o la imposibilidad de un rescate rápido. En medio de esos pensamientos: el agotamiento, la aceleración de los latidos, la altura y el dolor. Decidí que había que controlar al mono: debía acudir a la meditación. Empecé a repetir un mantra. Me vino a la mente: Siento la fuerza del Cotopaxi en mi cuerpo y en mi alma. Luego, cuando el dolor de piernas era extremo: La energía del Cotopaxi renueva mis piernas. Y en el momento en que el cansancio distorsionaba mi capacidad ante el lenguaje preferí uno corto, de entrega al vaivén del destino: Cotopaxi, en vos confío. Me aferré a esos mantras con todas mis fuerzas. Mientras los repetía olvidaba el horrible devenir climático que me rodeaba, así como mis dolores. Y ya no había angustia. Solo el eco de los mantras.
Luego de transitar el arenal llegamos al glaciar, donde tuve que ponerme los crampones y caminar sobre el hielo. Era más fácil que la arena. Aunque todo el proceso implicaba una lucha interna muy intensa. Nos detuvimos para comer y compensarme cuando llegamos a 5.500 metros, porque gasté todas mis energías en el esfuerzo de abandonarme en el mantra y estaba agotado. El azúcar de la Coca-cola me reanimó y este fue el momento en que literalmente me convertí en tortuga. Procuré un ritmo aún más lento. Y ya no hizo falta seguir repitiendo los mantras. Mi respiración, mis pasos y mi mente se habían sincronizado. Mis lecturas, el budismo y las experiencias sobre mis primeros cerros me dieron las herramientas más adecuadas. El eco de los mantras ya era una suerte de silencio limpio, pacífico. Ese silencio fue sólo interrumpido por la voz de Marcial, que nos pidió mirar al cielo y ver a la constelación de Orión y a la luna. La niebla y la lluvia se habían ido. La noche era clara y el Yanasacha (la pared de piedra que se ve desde Quito) estaba sobre mis ojos. Ese fue el instante en el que supe que el Cotopaxi me había abierto sus puertas.
El proceso hacia este volcán ha sido largo. En momentos estaba presente la memoria. Y poco a poco esta se iba disolviendo, como un glaciar que se vuelve una laguna, y en la laguna, el único que quedaba era yo. Yo, con todos mis claroscuros. Nada más. Este recorrido de los Andes me ha llevado a una dimensión de mi soledad que jamás me imaginé conocer. Y es una soledad genuina en el sentido de pura. Nada quedó en mi memoria, excepto lo que soy yo. Los recuerdos se liberaban, diáfanos al fin. Por eso Lorca estuvo conmigo en este ascenso al Coto. En representación de mis poetas más amados, que nunca me abandonan, que son tan parte de mi vida como mi corazón y mis huesos. Y llevé el Romancero gitano porque para lograr esta hazaña iba a necesitar magia y movimiento. Cuando sobre el cielo claro de la madrugada apareció la luna, e iluminó el resto del camino, sentí profundamente a Lorca. El primer poema de su libro se llama “Romancero de la luna, luna”. La luna de Lorca es la luna de los gitanos, es decir, la imagen de la muerte, a la que temen tanto. Pero Lorca, que era taurino, decidió tomar a la muerte por los cuernos: la convirtió en la figura preponderante del poemario. La luna, que a los gitanos les causaba terror, para nosotros, los andinos, es una deidad tutelar de los ciclos vitales. La killa, que en el mundo dual de los Andes complementa al Inti, nuestro sol. Coto, viene del kichwa kutu que significa cuello; y paxi de la palabra aimara p’ashi, que es Luna. El Cotopaxi es, siempre ha sido, el Cuello de la Luna. Y yo estaba con Federico García Lorca subiendo a su cumbre.
Rodeando el Yanasacha empezó el amanecer; poco a poco la luz de la luna fue dando paso al rojo incandescente que bañaba todos los rincones del país. La última hora fue grata, porque confirmé que toda esta expedición no obedecía a un capricho. Era la compasión, la paciencia, una suerte de olvido trascendente. El Cotopaxi fue duro, nunca he sufrido tanto físicamente; pero también me permitió algo que jamás creí posible. Marcial me advirtió que faltaban alrededor de 20 minutos. Estos últimos instantes divagué en la irrealidad de saberme capaz de tanto. Pensé o vi la totalidad de mi vida. Mis cumbres y, sobre todo, mis fracasos, estaban allí, conmigo, alcanzando las alturas. Sin mis caídas nada hubiese sido posible. Cuando contemplé la cima del Cotopaxi sentí calma. Fue una experiencia más bien cerebral, serena. Era la comprobación de que esa cumbre existe, está allí, en el cielo, y sólo dura unos pocos instantes. Observé el cráter descomunal, aspiré su olor a azufre, y contemplé a todo un país invisible bajo un mar de nubes. La única estructura colosal que rompía ese mar de nubes y se alzaba, poderoso ante el cielo, era el Chimborazo. Le saludé con mucho respeto. Al Taita Cotopaxi le dejé una ofrenda: un puñado de semillas de maíz del mundo de abajo, de nuestro Quito. Y me tomé mi foto con Lorca.
De algún modo natural, casi sin merecerlo, también el Cotopaxi me liberó de la memoria. Decía Federico García Lorca: “La sierra se ofrece llena/ de heridas cicatrizadas,/ o estremecida de agudos/ cauterios de luces blancas”. Todo ese oxígeno puro de las alturas me permitió cerrar un ciclo entero de mi vida. Agradecer los aprendizajes, por tanto agradecer el horror que he conocido, porque todo el pasado fue fundamental para ser quien fui esas 7 horas de ascenso. No hay cumbres sin resiliencia. Todas las experiencias del pasado, en la altura, se transformaron en memorias diáfanas. Nunca he visto las cosas con tanta claridad como sobre la cima del Cuello de la Luna. El segundo pico más alto del Ecuador había sido bueno conmigo. Pensé: para subir a las montañas me gustaría ser tan fuerte como es mi madre ante la vida. No sé si bajar del volcán me tomó 2 o 3 horas. La gravedad empujaba mi cuerpo hacia abajo, hacia la tierra. Esa otra cumbre, la fundamental, es el retorno. El hogar. Y marchando hacia allá, sentía que el volcán se incorporaba a otros trayectos esenciales, como la escritura, como los viajes y los laberintos. Hay cumbres que no son geofísicas. Maurice Herzog vino a mi mente. Y a partir de ese momento pude ver, en la amplitud de los días futuros, esos otros Cotopaxis que hay en la vida de los seres humanos. (O)