Quiero compartir con ustedes dos anécdotas que viví cuando estudié en los Estados Unidos. La primera ocurrió en mi segundo año de universidad, cuando era ayudante de cátedra para la clase de “Principios de Economía”. Entre mis responsabilidades se hallaba corregir los exámenes e ingresar las calificaciones al sistema, tareas en las que yo no era supervisado por nadie. En ese semestre varios amigos y conocidos míos cursaban esa clase y, al ser yo quien ingresaba sus notas, sabía que a muchos no les estaba yendo bien. Todos los participantes de la clase sabían perfectamente que era yo el que corregía sus pruebas, a tal punto que en ellas a menudo me dejaban algún pequeño dibujo dedicado para mí. Proviniendo de Ecuador, país donde reina la “viveza criolla”, estaba convencido de que era solo cuestión de tiempo para que alguien se me acercara con una propuesta indecente y me pidiera adulterar sus resultados. Estaba equivocado. A pesar de que me veía con estas personas casi todos los días, ninguno de ellos nunca siquiera tocó el tema. El semestre terminó y todos aceptaron las calificaciones que se habían ganado, algunas buenas y otras no.

La corrupción de la que tanto nos quejamos los ecuatorianos no es “cosa de políticos”, sino es algo que empieza por nosotros mismos.

Al año siguiente tuve una experiencia similar. Era el día del examen final en una de mis clases de Filosofía y, para sorpresa de todos, el profesor nos dijo que por una emergencia no podría quedarse con nosotros durante la prueba. Nuestro maestro simplemente se limitó a repartir el examen, decirnos a qué hora terminaba y dónde había que depositarlo. Hecho eso, simplemente añadió “confío en su honestidad” y con esas palabras salió por la puerta. Nadie nos iba a supervisar. Una vez más, acostumbrado a “la viveza criolla”, no pude sino suponer que alguien utilizaría la oportunidad para hacer algún tipo de trampa. Después de todo, era una clase pequeña y todos nos conocíamos bastante bien, por lo que nadie delataría a nadie. Una vez más estaba equivocado. En toda mi vida nunca estuve en un aula más silenciosa que aquella. Nadie abrió la boca, ni despegó los ojos de su papel durante las dos horas que duró el examen. Acabado el tiempo, casi sincronizados, nos levantamos de los pupitres y depositamos las pruebas en el lugar indicado. Fue solo ahí que se rompió el silencio y empezamos a hablar sobre cómo nos había ido.

Historias como estas son difíciles de creer en nuestro país, donde la “viveza criolla” es la ley. La corrupción de la que tanto nos quejamos los ecuatorianos no es “cosa de políticos”, sino es algo que empieza por nosotros mismos. Empieza en las escuelas, donde la copia y la trampa son encubiertas por los compañeros de clase. Continúa en las universidades, donde abiertamente se venden y compran tesis. Ocurre cuando sobornamos a nuestros vigilantes y pagamos al tramitador. La corrupción de nuestros políticos, jueces y funcionarios, la cual empobrece nuestra patria, es solo la manifestación más visible de esta cultura en la que todos somos cómplices. Si hemos de salir del subdesarrollo, nuestro país necesita urgentemente una revolución moral. Y esa revolución empieza con uno mismo. (O)