La pandemia aceleró en grado superlativo una tendencia que se observaba desde hace algunas décadas. Se trata de la fuga de los grupos dominantes de la ciudad de Quito hacia los valles aledaños y con particular intensidad hacia las zonas del centro oriente, es decir las áreas más o menos planas comprendidas, grosso modo, entre el volcán Ilaló, los ríos Machángara y Guayllabamba, y la cordillera Oriental. Se sienten encerrados en Quito y en sus departamentos, quieren aire y espacio, ya saben que las cuarentenas serán siempre una amenaza latente. Hace unos meses, en las diez o doce parroquias que comparten ese territorio, hubo un conato de organizar un movimiento de los pobladores para exigir la separación de Quito. Afirmaban los promotores de esta idea que los impuestos que se pagan en esa circunscripción sextuplican lo invertido allí en obras municipales. Según los centralistas lo que no quieren estas parroquias ‘ricas’ es compartir sus recursos con las parroquias ‘pobres’. Los separatistas contestaron que lo que no quieren es que sus contribuciones se dilapiden en la descomunal burocracia.
Se llegue o no a la creación de un nuevo municipio, el caso es que los sectores de más altos ingresos, a los que se les unen de manera creciente los de ingresos medios, abandonan lo que se considera idealmente Quito, la hondonada entre el macizo del Pichincha y las colinas orientales, de manera similar a lo que hicieron hacia mediados del siglo pasado con el Centro Histórico. Treinta años después harían lo propio con el sector de La Mariscal, que era centro comercial, núcleo del esparcimiento y sede de gran parte de la administración pública. Las zonas que sufren esta dejación quedan libradas a la buena voluntad de las autoridades, que nunca es mucha, con el consiguiente deterioro en servicios, seguridad y oferta cultural.
Mientras tanto, las mayorías populares se agolpan en el sur, el norte y algunas laderas occidentales, provocando el alargamiento longitudinal de la urbe, con la secuela de problemas que conlleva una ciudad de tal morfología y, eso más, sometida a una segmentación social que se ahonda progresivamente. Se pensó que un tren subterráneo sería la solución por lo menos del problema de transporte, gravísimo en esta ciudad ultralarga, pues, dada esa forma, el sistema de metro serviría bien ya que bastaba una sola línea. La administración municipal emergida de las elecciones de 2019 ha sido incapaz de terminar su construcción y echar a andar la costosa obra. La economía del Municipio, cautiva de la gigantesca burocracia, no permite hacerlo, a lo que se suman los lastres de la pandemia y de la asonada de Octubre Negro, con la que, no lo olvidemos, la Alcaldía fue muy complaciente.
Así hemos llegado a este punto, en el que un sistema jurídico confuso y un aparato jurídico corrupto impiden la posesión del alcalde nombrado por el Concejo Municipal, luego de que el anterior fuera destituido. Este cabildo acéfalo ¿o bicéfalo?, en todo caso monstruoso, es símbolo y resultado real de esa condición de ciudad frustrada, lo que etimológicamente viene a significar arruinada por un fraude. (O)










