A mi padre.

Un horror generalizado y un dolor inusitado ha producido, en el mundo, la noticia del llamado “monstruo de Tenerife”, aquel abominable sujeto que planificó y ejecutó el asesinato de sus dos pequeñas hijas, solamente para causar el mayor e infinito pesar a su expareja. Aunque ignorados en el resto del planeta, e incluso en nuestro medio, en el Ecuador se cometen regularmente crímenes semejantes, en los que un hombre desplaza sobre sus propios hijos o los de su pareja el odio y la frustración que previamente agotó con ella misma. Es aquella clase de violencia doméstica que algunos autores hoy llaman “vicaria”, en la que los hijos se ‘conciben’ y se conciben como una extensión indiferenciada de su madre. Estas tragedias nos obligan a renovar la pregunta sobre aquello que constituye la paternidad.

Si la maternidad es un vínculo y una función más próxima al orden de la naturaleza, y más imaginariamente universal en sus afectos y modos de ejercicio, ello no ocurre con la paternidad. Empezando por el proceso que los niños atraviesan, ellos deben hacer un trabajo y asumir una revelación para saber de qué manera ellos crecieron en el vientre materno antes de salir al mundo, y sobre todo, qué tuvo que ver su padre con todo aquello. Pero la información biológica y su asimilación no agotan la pregunta por la paternidad, más bien solo la inauguran. Porque más allá de la diferencia anatómica y de las apariencias sociales, un padre está obligado a realizar una función diferenciada de aquella que cumple la madre. La condición meramente biológica de progenitor no es suficiente, y a veces ni siquiera es necesaria, para cumplir con la función específica de la paternidad.

Por ello, Jacques Lacan distinguía tres advocaciones de la paternidad, que se extienden más allá del acto de la concepción, y Patrick de Neutter, uno de sus discípulos, hablaba de una más. Un padre es alguien que saca al niño y a la niña de las faldas de la madre y lo introduce en la sociedad, en sus códigos y en sus leyes; un padre es quien instaura en la prole la prohibición del incesto e inscribe a sus hijos como sujetos de la ley y del derecho ante los demás; un padre induce en sus hijos, a través de la identificación simbólica, el proceso de asumir una posición sexuada dentro de una lógica inicialmente binaria (hombre/mujer) ante los demás; un padre es quien aparece en la escena familiar y social como “el papá”, con aquellas responsabilidades que esté dispuesto a asumir como representante y proveedor; un padre es quien, al menos inicialmente, causó el deseo de la madre y aquello devino en el nacimiento biológico y psicológico del sujeto.

En la realidad, no todas estas funciones son desempeñadas siempre por el progenitor o por una sola persona. Algunas de ellas serán cubiertas por familiares, padrastros, maestros u otros. Ello no desmerece el valor de quien decida asumir la paternidad en la medida de sus propios recursos, empezando por el acto simbólico y fundamental de la inscripción en el Registro Civil con su apellido, como ejercicio inaugural de la paternidad más allá del acto de la concepción, a veces solo episódico. (O)