Hace pocos días, el Ecuador fue el foco de un fenómeno de internet: un “Mundial de Desayunos” promovido por el influencer español Ibai Llanos, en el que millones de personas votaron a través de redes sociales para decidir cuál de los desayunos típicos de cada país era el mejor. Fue ahí donde el bolón y el encebollado ecuatoriano se enfrentaron al “pan con chicharrón”, un sánguche típico del Perú. Y aunque Ecuador perdió por un margen mínimo, la ocasión logró que, al menos por unos días, el país dejara de lado sus divisiones habituales para sentirse verdaderamente ecuatoriano.

¿Qué significa ser “ecuatoriano”? Esta es, en realidad, una variante de la pregunta que formuló Ernest Renan en 1882 en su célebre obra ¿Qué es una nación? Para Renan lo que convierte a un grupo de personas en una “nación” es la conciencia de haber compartido un pasado común que, a su vez, los inspira a desear un futuro conjunto. Ser una nación es entenderse a sí mismo como parte de una comunidad que enlaza el pasado con el porvenir: ser el eslabón que conecta la memoria de nuestros padres con los sueños de nuestros hijos. Esa conciencia es la que une a los miembros de la comunidad, los solidariza y, en última instancia, legitima la existencia del Estado bajo el que viven.

Latinoamérica en general, pero Ecuador en particular, se quedan cortos frente a la visión de Renan. Nacido de la colonización, nuestro país ha estado marcado desde sus orígenes por fronteras que dividen a “nosotros” de “ellos”, levantando barreras de clase, raza y región que a menudo pesan más en nuestra identidad personal que la noción de que todos somos “ecuatorianos”. ¿Qué experiencias comunes comparten un agricultor de Cotopaxi, un empresario adinerado de Guayaquil y un pescador afrodescendiente de Esmeraldas? ¿En qué sentido estas tres personas se proyectan hacia un mismo futuro? ¿Cuáles son los sacrificios heredados de sus ancestros y los sueños compartidos que unirán a sus hijos? ¿Qué nos hace, en definitiva, parte de una misma nación?

El fraccionamiento social que define la experiencia ecuatoriana tiene un costo. Las dificultades para encontrar un norte común y realizar los sacrificios necesarios para alcanzarlo se multiplican en una sociedad tan dividida como la nuestra. “Una casa dividida no puede mantenerse en pie”. Por eso, expresiones como la música, el arte o el deporte no son aspectos periféricos, sino escenarios fundamentales donde se teje la identidad compartida que tanto necesitamos.

Pero el “Mundial de Desayunos”, por corto que haya sido, nos dejó una valiosa lección: incluso en medio de nuestras diferencias, cuando nos reconocemos en algo tan sencillo como un bolón y un encebollado, surge la posibilidad de vernos como parte de un mismo pueblo. Si logramos trasladar ese espíritu de unidad a otros ámbitos de nuestra vida nacional, tal vez descubramos que los lazos que nos unen son más fuertes que las barreras que nos separan. Y entonces, quizá, podremos empezar a construir el futuro común que tanto anhelamos. (O)