Entre julio de 1592 y abril de 1593, ocurrió en Quito la Revolución de las Alcabalas, impuesto que estableció el rey Felipe II sobre las ventas y permutas de mercancías, para proteger los navíos que llevaban a España las riquezas saqueadas en América, de los ataques de los piratas. Era un golpe para la ya golpeada economía popular por el despojo ibérico. La insurgencia, castigada con la horca, estalló. Llegaron las tropas y el pueblo se preparó. El cura Bedón pidió que se oiga a los representantes de los ciudadanos, petición que acogieron las autoridades y el pueblo depuso las armas, pero no fueron escuchados y persiguieron ferozmente a los líderes de la revuelta. Hubo un nuevo levantamiento, mas, los militares vencieron a los alzados. Se organizó un tribunal, que ordenó la prisión de los subversivos y en un juicio sin garantías para los acusados, los condenaron a muerte, ahorcándolos de noche, para que al día siguiente la gente vea sus cadáveres y escarmiente. El “poeta” Pedro de Oña elogia la matanza y el Capitán Arana “adorna los corredores con estirados cuerpos de traidores”. Un alto clérigo pide castigo para los sacerdotes, que bien pudieron ser los precursores de los Teología de la Liberación en nuestra tierra, por colocarse del lado del pueblo.
No hubo amnistía para los sublevados. Tampoco la hubo para los obreros que declararon en Guayaquil la huelga en noviembre de 1922, por el cumplimiento de la jornada de trabajo de 8 horas diarias, 6 días a la semana y de la Ley de Accidentes de Trabajo, por el alza de salarios, muy deteriorados entonces, entre otras demandas. ¿Diálogo con los trabajadores? No se dialoga con la chusma, se le dispara. Asesinaron a cientos de obreros, quizá 1.500. ¿Se siguió juicio contra el presidente Tamayo, los jefes militares y otros responsables de la masacre? No, se enjuició más bien a los obreros que debieron sustraer armas de fuego de los almacenes para defenderse de los soldados que los estaban matando.
La historia se repite trágicamente. En el 2019, el presidente Moreno celebra un acuerdo de préstamo con el FMI. A más del pago del dinero prestado, el Gobierno, enajenando soberanía cumple los siguientes compromisos: Con la aprobación de la Asamblea Nacional perdona cuantiosas deudas al Estado de grandes bancos y empresas, nacionales y extranjeras, cuyo monto hubiera servido para solventar en buena parte las necesidades que cubriría con dicho crédito internacional; despide a miles de servidores públicos y reduce las remuneraciones de otros; elimina el subsidio al precio de los combustibles; introduce reformas legales laborales en el sector privado con el órgano legislativo, que aprovechó la crisis económica derivada del COVID-19, para afectar los derechos de los trabajadores. Su sucesor, cuyo programa de gobierno aplicó Moreno, pretende cumplir esa obligación con el FMI.
La supresión de dicho subsidio se la decretó, a pesar de tratarse de una medida altamente inflacionaria, que desde décadas atrás ningún régimen se atrevió a dictar y no obstante que apenas tres meses atrás la ONU había advertido de las graves consecuencias para los medios de vida de la población y de poner en peligro el ejercicio de sus derechos. Tanto las Naciones Unidas como la CIDH observaron la imprudencia del decreto presidencial. El mandatario, que en su discurso de posesión del cargo había ofrecido consultar de todo con los involucrados en cada tema, no consultó con sus ciudadanos la medida, no le importó la suerte de los pobres, que entonces ascendían al 23,9 % de la población, ni los que vivían en la miseria, el 8,7 %, que, en el campo eran del 40,3 % y 17,4 %, respectivamente.
Así pues, se movilizaron los indígenas a Quito y fueron reprimidos, no dialogó con ellos el gobernante, sólo lo hizo cuando la sublevación se le vino encima. El resultado fue de 11 muertos –4 por la fuerza pública–, 1.507 civiles heridos, 435 policías lesionados, 1.228 detenidos –muchos arbitrariamente–. La Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos informó “personas no identificadas, ajenas a los organizadores de la protesta incitaron a la violencia o realizaron actos de violencia” y reprochó el estigma contra los indígenas y otros ciudadanos. Es decir, los manifestantes pusieron los muertos, los afectados en su mayoría. Del vandalismo ocurrido no son responsables, pero algunos los siguen acusando, ellos, que pidieron más represión y que se enjuicie a los protestantes, lo que se hizo como antaño, ahora se oponen a las amnistías concedidas por la Asamblea Nacional. Son los mismos que rechazaron las amnistías decretadas por la Asamblea Constituyente el 2008 a favor de 355 luchadores sociales, ensañándose especialmente contra el líder de una organización cuyos miembros cultivaron tierras de las que fueron desalojados por una compañía maderera, acusándolo falsamente de haber violado a una chica.
Hoy se ensañan contra el presidente de la Conaie, el líder social y político más consecuente que tiene el país y mienten sobre el motivo de la amnistía. Ellos prefieren los perdones conferidos a los dictadores militares del Cono Sur, a los Nixon, a los Fujimori, todos sanguinarios. Al principio calificaron de terrorista a Mandela. Ellos no necesitan las amnistías porque son el poder y el poder no se subleva contra sí mismo. La paz solo crece en el pecho de la justicia. (O)