No es la economía ni la política ni la empresa. Primero es la cultura, porque a través de ella vemos la vida, entendemos la sociedad, hacemos nuestras narraciones, articulamos los valores. Porque ella es el suelo en que están plantadas nuestras libertades, o nuestras esclavitudes, nuestras ideas y creencias. Ella determina la forma de asumir y tolerar el poder, el Estado y lo demás. Con ella se escribe la historia y con ella se expresa el pasado y se planea el provenir.

Cuando se pierde la batalla por la cultura, la escuela se convierte en núcleo de desinformación y lavado cerebral.

Cuando se pierde la batalla por la cultura, la escuela se convierte en núcleo de desinformación y lavado cerebral. Entonces, no hay verdades que se enseñen, sino ideologías que se inculcan. No hay universidad libre ni investigación; habrá catecismos que se repetirán hasta la fatiga, y una estructura de dogmas que se sembrará en las mentes. No habrá debates; habrá adhesiones. No habrá discrepancias, sino actos de fe. Los maestros serán voceros de los “iluminados”. Los discrepantes serán herejes o terminarán en la miserable condición de conversos.

Sin cultura en que la libertad sea el valor determinante, no será posible la economía de mercado, y los indicadores no servirán de nada, a no ser para agobiarle a la sociedad con tributos y sustentar discursos insustanciales, porque en la burocracia, en la academia y en la gente prevalecerán las ideas adversas a la empresa libre. De la cultura depende que el Estado sea gestor y monopolista, o que sea el ente que propicie la iniciativa y establezca reglas claras y leyes justas.

Si se pierde la cultura que se construyó sobre los conceptos de libertad y dignidad, no será posible el Estado de derecho ni el ejercicio de los derechos individuales, porque todos dependeremos de Gobiernos soberbios que, a su arbitrio, asignarán y quitarán la libertad, e inaugurarán expropiaciones de la dignidad y de la propiedad.

Los sectores liberales latinoamericanos han incurrido en enorme confusión: han puesto la carreta delante de los bueyes, han invertido la lógica, han olvidado la cultura y se han embelesado con indicadores, cifras y políticas que, en último término, nada significan para la población, porque se quedan en los cenáculos donde ministros, analistas y otros doctos se complacen en repetir sus logros, sin entender que no solo de balances vive el hombre; que sin el aire de los valores, y sin cultura que nazca de la sociedad, todo será humo y lugares comunes.

La cultura es la cenicienta del cuento.

Y no me refiero a la “cultura” que ha encontrado poltrona y púlpito en ministerios y otros espacios burocráticos y políticos. Me refiero a la cultura como condición para ser libres, a la cultura como referente de una sociedad civil generadora de pensamiento y de valores; y evoco a una sociedad que piense, cuestione, defienda, produzca, respete y sea capaz de crear pautas, ideas, creencias, estilos de vida por los cuales valga la pena pelear y desenmascarar a los innumerables agentes que prosperan en el Estado, en la universidad y en la escuela con el incansable empeño de construir sociedades de siervos o de simples consumidores. (O)