Sin dotes premonitorios, nada se puede decir de la posesión presidencial en un artículo que está escrito el viernes en la mañana. Pero sí se puede opinar sobre el escenario político y, de paso, atestiguar sobre otra posesión que ocurrió unos días antes de la oficial.

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Comencemos por este último hecho. En un vídeo que circula en las redes sociales, un señor con traje gris le coloca la banda presidencial y le entrega un pendón con los colores de la bandera de Ecuador a una mujer. La escena no tendría ninguna trascendencia si se tratara de una representación escolar o, en el mejor de los casos, si fuera parte de una obra de teatro. Pero el problema es que, en primer lugar, ocurre en un espacio que, a todas luces y por las palabras pronunciadas por quien hace la entrega, se deduce que es el templo de una religión, posiblemente alguna de las derivadas de la Reforma (en la pared del fondo está la frase “Unción de Dios”). En segundo lugar, la ungida es la excandidata Luisa González, que recibe con seriedad los símbolos y posa para la posteridad.

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El respeto que merecen todas las religiones y el carácter laico de nuestro país serían motivos suficientes para rechazar actos de este tipo. Siempre que se mezclaron religión y política, ambas terminaron ensuciadas. Es inexplicable que una persona que se precia de su religiosidad y que estuvo a punto de ocupar la primera magistratura del país irrespete de esa manera a sus creencias y a la institucionalidad. Es la misma persona que sostenía, en una entrevista, que leer la mente –como le había pedido metafóricamente su líder– es un pecado y que sostiene que Eloy Alfaro es el mejor ecuatoriano de todos los tiempos (atribuyéndole la clásica frase guevarista), sin la menor idea de que fue quien estableció el Estado laico. Si todo ello ya habló de sus capacidades y de su coherencia –o de la falta de esta–, solamente faltaba un acto como el mencionado para que propios y extraños sientan alivio al comprobar que aquello solo fue un sainete. Sin embargo, alguien deberá explicar por qué se utilizó un templo para algo tan burdo.

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El otro acto, el de la posesión verdadera, va a constituirse, sin duda, en la apertura de un nuevo período en la política nacional. Independientemente del rumbo que escoja el Gobierno, hay por lo menos tres elementos que marcan ese hito. El primero es la pérdida de la mayoría por parte del correísmo. Aunque no ha ocupado la presidencia desde hace siete años (el primero de Lenín Moreno aún tenía ese color), siempre hizo valer su peso, tanto por su mayoría legislativa como por el carisma personal de Correa. Pero una vez perdida la primera y desgastado el segundo por su deriva patológica obsesiva, entra en el campo de la desorientación, con resultados impredecibles. El segundo es la desaparición casi total de las pocas agrupaciones que obtenían magros porcentajes de votación, lo que configura el escenario ideal para la entronización de una nueva fuerza y seguramente un nuevo líder caudillista. La historia del país escogió reiteradamente esa opción en momentos como el actual. El tercero es la incógnita de la aventura de una nueva generación, joven y costeña, que parece dispuesta a una nueva refundación. En fin, como para comprar entradas y canguil. (O)