Ya cumplimos un año desde que la Organización Mundial de la Salud (OMS) declarara la propagación del coronavirus como una pandemia.

Todo empezó como una película de ciencia ficción, con la noticia sobre un virus desconocido que se expandía sin control, proveniente de un murciélago de un mercado de Wuhan. Se dio la orden de cerrar ciudades y fronteras, prohibieron salir a la calle, y el ser humano, que ya planeaba viajes de turismo al planeta Marte, se daba cuenta de su fragilidad. De la arrogancia pasó a la incertidumbre y al miedo, y la historia se transformó en una trama de terror.

Las redes sociales difundían fotos de centenares de cadáveres en la vía pública, envueltos en lúgubres fundas negras de plástico. Mientras tanto, nuestra raza, como parte de un guion surrealista, se volcaba desenfrenadamente a comprar papel higiénico.

Anunciaron cuarentena y pensamos que serían catorce días de encierro, todo avanzaba en cámara lenta como una escena donde un auto se dirige lentamente al precipicio, sabes que caerá y nada se puede hacer para impedirlo.

Ha pasado un año y todavía no podemos adivinar el final de la historia, pero podemos empezar a hacer una crítica sobre ciertos actores.

Los más destacados, los médicos y enfermeros, los protagonistas, exponiéndose al contagio de una enfermedad desconocida, usando como escudo unos guantes y mascarillas, y como arma, ligero frasco de alcohol.

Como actor secundario habría que nominar a los docentes, que se esfuerzan por educar a través de una pantalla, con las carencias tecnológicas, metodológicas y emocionales de este universo desconocido, ante una sala de clase convertida, muchas veces, en silenciosas fotos de perfil.

Internet sería la gran revelación, permitió que el mundo no colapsara, entre otros méritos, asentó el teletrabajo y generó los encuentros que la distancia impuesta impedía. La humanidad se volcó forzadamente al mundo digital, avanzando a pasos agigantados hacia un nuevo tipo de relaciones sociales, personales y económicas.

El premio desierto sería el de escenografía. Nos quedamos sin paisajes, sin espacios comunes, acostumbrándonos a vivir el arte y el deporte a través de un cuadrado luminoso.

Como antagonistas de este relato figurarían los políticos.

Mientras gran parte de la población vivía una crisis laboral y pérdidas lamentables, manejándose entre la tristeza de las sillas vacías y un moderado discurso esperanzador sobre una nueva normalidad que haría a la especie más empática y solidaria, los políticos, lamentablemente, no estuvieron a la altura de sus responsabilidades. Historias de corrupción, decisiones erráticas, desorganización y la falta de capacidad para la cooperación pusieron en evidencia lo importante que es saber elegir a las personas que tendrán poder. No basta con palabras bonitas ni con regalos.

Lo cierto es que, por ahora, nos queda el seguir tratando de cumplir un papel decente a través de la colaboración, tomar buenas decisiones, y ojalá, acercarnos de alguna manera a un final más feliz. (O)