La docencia, en cualesquier etapa de la formación de un ser humano, es una de las labores fundamentales para poder forjar un profesional a carta cabal y un hombre de bien. Al mencionar estas palabras, ya no solamente hablamos de la transmisión del conocimiento puramente académico, sino de la transmisión de la experticia tanto técnica del área pertinente, como de las vivencias que el docente ha experimentado durante toda su carrera tanto en los ejes industriales y administrativos, como en la misma labor de enseñanza. Al día de hoy, he tenido la oportunidad de servir a la juventud del Ecuador como catedrático de docencia universitaria por más de diez años y en su gran mayoría lo he realizado en una provincia como Esmeraldas, en donde el tema cultural es delicado debido al retraso en los saberes que posee esta provincia. Durante este trayecto he encontrado todo tipo de estudiantes, desde los más humildes hasta los que poseen un fuerte músculo económico en sus familias o en sus negocios propios.

Las excusas para no presentar un deber o para justificar la falta de esfuerzo siempre han sido amplias, por ejemplo, algunas historias difíciles de creer como aquellas en que las mascotas se comen las tareas, hasta que problemas en el seno familiar no le permitieron cumplir a tiempo y de la manera que se esperaba. En los últimos años también se escucharon historias de la pandemia, y entre ellas alguna muy real y dolorosa como la pérdida de un ser querido o de varios miembros de una familia. En diez años de escuchar, el docente termina aprendiéndose los pretextos; y los estudiantes, repitiéndolos o innovando en historias nuevas. Estoy seguro de que quienes tienen más de diez años en esta difícil labor podrán inclusive haber escuchado relatos más fantásticos para justificar atrasos y demás inconvenientes que se dan día a día.

No obstante, existe una justificación peculiar que llama mi atención desde hace ya al menos seis años y que cada vez es más repetitiva dentro de los estudiantes de pregrado. Esta justificación es: “Para qué voy a estudiar… para qué me voy a esforzar… si cuando salga de las aulas deberé pagar 5.000 dólares para encontrar trabajo sepa o no sepa”; “Para qué voy a venir a clases… si para tener trabajo o ser autoridad basta con tener dinero, patear un balón, salir en una cámara y eso sí… saber robar bonito”; “Para qué quiero aprender si solo necesito conseguir una buena palanca…”. Estas palabras que vienen de los estudiantes, al principio sonaban como una queja de la juventud ante la latente realidad de corrupción que vive el país. No obstante, se han ido convirtiendo en lemas de vida, y es que, efectivamente, en muchos lugares del país se cobra entre 5.000 y 10.000 dólares por un puesto de trabajo con nombramiento provisional, y se dejan sin importancia el mérito académico, técnico y las demás cualidades con las que una persona honesta trata de ganarse el día a día.

Autoridades, hoy les hago un llamado a que castiguen la corrupción o tendremos en pocos años una nueva generación que acepte la corrupción como parte de su vida cotidiana, y en ese caso, habremos perdido la patria y hasta la esperanza. (O)