Entre las numerosas señales de la identidad, reconozco mi relación con el contorno urbano. Este existe tanto en el exterior como en el interior del habitante que ha sido medianamente observador de la ciudad a lo largo de su vida. Se trata de un halo invisible, cuando al abrirse la portezuela del avión recibimos la sensación térmica y el olor de “eso” que palpita afuera. Nunca olvidaré al profesor poeta que decía: “A Guayaquil se la quiere como a un hijo enfermo”, porque el símil me ha servido muchas veces.

Llevo años de compleja relación con el enfermo, tanto que me sorprendo evocando un tiempo mejor, al menos, el que acogió mi infancia dentro de los límites del barrio del Astillero: ese paisaje de barrio, con vecinos amigables, con parque cercano y con niños jugando en la vereda. Era tranquilo y seguro caminar, soltarse de la mano adulta y corretear y, más adelante, avanzar por las calles durante la noche para visitar a los amigos que se mudaron a unos tantos bloques.

La arquitectura de las casas de esas calles combinaba edificaciones de cemento con otras, de madera, no se alzaban más allá de tres pisos y era natural subir las iluminadas escaleras. Con la bicicleta di vueltas en torno del colegio La Inmaculada y me aventuré a la calle 5 de Junio, donde un poco más al sur, se levantaba la señorial mansión de los Piana. Mirándola aprendí a usar la palabra mansarda, y a apreciar esa dimensión de la belleza.

La vida nuclear estaba en “el centro”: allí se acudía por cualquier necesidad. Mi madre –como la mayoría de las mujeres de la época– tenía pasión por las telas, y los almacenes de los libaneses –con dueños que invitaban al paseante a ingresar– eran un paraíso para ella: así aprendí a restregar cualquier género entre el índice y el pulgar, para reconocer los tejidos. Recorrí las calles del centro por el gusto de aprender sus nombres, ubicar los almacenes y mirar a la gente, bien trajeada haciendo diligencias (¿ahora hace más calor, acaso, porque mi padre anduvo enternado por décadas, hasta que pudo remplazar saco y corbata por una guayabera?).

¡Qué dueña de la ciudad me sentí cuando pude recorrerla al volante de un vehículo! La Universidad Católica concentraba cinco facultades en un solo edificio y muchos nos conocíamos por ser vecinos de piso o compañeros en las clases de inglés, que eran generales.

Su fachada blanca era imponente y se sentía orgulloso quien estudiaba en sus aulas.

A media tarde escuchábamos las detonaciones que se fueron comiendo las colinas de alrededor y el aroma de café llegaba hasta ese kilómetro uno y medio.

Me hice asidua a las librerías y a los cineforos. Había un maltrecho cine París en la calle Rumichaca, donde se podía consumir películas europeas y esperar la discusión posterior. Y una librería llamada Nuestro tiempo, frente a la cual estacionaba, tarde en la noche y el paciente librero me esperaba a que terminara de revisar los títulos nuevos. Jamás se me pasó por la cabeza que podrían asaltarme, tironearme la cartera. Y la larga calle Chile por la que bajaba hacia el sur, era una alfombra suave e iluminada. Me bajaba al pie de mi casa y abría el garaje sin pensar en ningún peligro. Con nostalgia reconstruyo estos paisajes de la ciudad, perdidos para siempre. O tal vez no, algún milagro político podría rescatarlos. (O)