Los primeros pasos de la flamante Asamblea solo pueden explicarse por la ignorancia y la demagogia. Esos dos ingredientes forman la mezcla que reina mayoritariamente entre los personajes que escogemos como representantes. Ignorancia, porque si no ignoraran lo que manda la Constitución (artículo 287) no habrían ratificado la aprobación de la Ley Orgánica de Educación Intercultural sin antes haber establecido la fuente de financiamiento. Ignorancia también de la situación de las finanzas públicas que, como sabe cualquier persona medianamente despierta, hacen imposible que se aplique. Demagogia, porque en tiempos de pandemia es muy rentable aprobar leyes inaplicables o proponer el acceso gratuito a productos de higiene para las “personas menstruantes” (¿será políticamente incorrecto decir mujeres?). Pero no todo es ignorancia y demagogia. La astucia también es una explicación para esas barbaridades. Detrás de varias acciones y decisiones, entre las que se incluye precisamente la ratificación de la ley mencionada, está un cálculo político de mediano plazo, que apunta a dos objetivos. El primero es crear las condiciones para que el descontento social –que está latente y es inevitable en una situación como la que vive el país– no solamente se exprese en las calles, sino que se convierta en un hecho político de grandes proporciones. La frustración de los maestros sería la bandera ideal para movilizaciones que, en formato octubrino, irían más allá de la reivindicación específica. En síntesis, como decía un pintoresco dirigente, se crearían las condiciones subjetivas, porque las objetivas ya están dadas.

El segundo objetivo es la demolición del aparato de justicia. En esta ocasión apuntan a lo más alto, a la Corte Constitucional, no solo porque es el organismo que deberá definir el destino de la engañosa ley, sino porque es el de mayor prestigio. El temor y la propia demagogia impidieron que, cuando correspondía, Lenín Moreno la vetara. Con esa actitud pusilánime, dejó sobre la mesa una ley inconstitucional e inaplicable y le puso a la Corte en el centro del debate político. Nada mejor para quienes han tomado a los órganos de justicia como el principal objetivo de su lucha. Es la condición perfecta para su cuento del lawfare, que no consiste simplemente en denunciar la supuesta persecución (que, con su bizquera ideológica, solo incluyen a los de su signo político), sino que es la forma de meter nuevamente la mano en la justicia.

Inicialmente, el camino hacia ese fin era la alianza legislativa con el PSC y CREO. La evaluación de jueces, la revisión de los procesos de la Fiscalía y cosas por el estilo eran los pasos arteros que les permitirían volver a controlar la justicia. Esa vía se frustró cuando el entonces presidente electo sintió cómo comenzaban a atarle las manos. Que ahora lo llamen traidor no es extraño y tampoco llama la atención que hayan abierto otra ruta para llegar al ansiado punto. Esta consiste en una operación tijeras. Las acciones se despliegan por dos lados que convergen hacia un objetivo único. Las unas apuntan al descontento social, con su potencial de convulsión y desestabilización, las otras a la satanización de la justicia, especialmente a los órganos que han adquirido mayor legitimidad. La ignorancia y la demagogia de los otros son valiosos apoyos en ese cometido. (O)