El Ecuador se encuentra otra vez ante una decisión trascendental. El 16 de noviembre la ciudadanía tendrá que pronunciarse sobre la necesidad de una nueva asamblea constituyente, un evento que, de concretarse, pondrá nuevamente en debate el modelo de Estado y la arquitectura institucional del país. Sin embargo, existe una inquietud legítima en el público: el estatuto aprobado por la Corte Constitucional para instalar dicha asamblea no exige requisitos especiales a los candidatos a constituyentes. Bastará ser ecuatoriano, tener 18 años y gozar de derechos políticos para redactar la nueva Carta Magna. Ningún parámetro de formación, experiencia o idoneidad se requiere para quienes revisarán el actual diseño de las instituciones del Estado, la estructura del poder público y clarificar el catálogo de los derechos fundamentales.

Esa ausencia de criterios mínimos atormenta. Redactar una Constitución no es un acto simbólico, sino una tarea técnica, jurídica y política de enorme trascendencia. No es suficiente la voluntad de cambio o la simpatía popular. Se requiere conocimiento constitucional, criterio práctico, experiencia en la vida pública o privada, comprensión económica y, sobre todo, una madurez ciudadana que reconozca los límites del poder y la supremacía del bien común.Los partidos y movimientos políticos tienen, en este contexto, una responsabilidad histórica y la oportunidad de redimirse. Es que nada ni nadie les impide elevar sus propios estándares para nominar a los candidatos. Pueden —y deben— buscar entre sus filas a juristas y a economistas con visión de país, a líderes sindicales, sociales o empresariales que comprendan los fines de un Estado, la realidad productiva, a ciudadanos académicos o no, con solvencia ética, que puedan aportar desde el conocimiento y la prudencia. Una Constitución se escribe con hombres y mujeres patriotas y de buena voluntad, pero también se requiere de sabiduría para comprender su responsabilidad histórica.

La experiencia comparada es útil. En España, la generación que redactó la Constitución de 1978 estuvo conformada por políticos con trayectoria, juristas experimentados y representantes de la sociedad civil con legitimidad moral. En Colombia, la Asamblea de 1991 integró diversidad ideológica, competencia técnica y sentido de responsabilidad histórica.

En Chile (2021–2022), la ausencia de ese equilibrio evidenció los riesgos de la improvisación. Una convención dominada por agendas fragmentadas y discursos identitarios extremos produjo un texto extenso, con deficiencias jurídicas y escasa coherencia institucional, que finalmente fue rechazado en referendo. La lección es clara: sin solvencia técnica y sentido de Estado, el entusiasmo político se convierte en caos normativo.

No podemos repetir los errores de la improvisación. Una constituyente dominada por la pasión o el interés inmediato terminaría agravando las fracturas sociales y debilitando la institucionalidad. La madurez de un pueblo no se mide solo por votar, sino por exigir calidad en sus representantes. Y en tiempos de incertidumbre, la sensatez y la preparación deben ser los nuevos requisitos morales de la política. (O)