La semana pasada, una personalidad que hoy es noticia internacional por ello “invitó” a las feministas a Afganistán porque ahí tienen “harto trabajo”, luego de lo cual hizo el ademán, muerto de la risa, de que si iban las ametrallarían a todas. De los siete participantes del programa, solo una, mujer, le dijo: “No digas eso”, “eso no tiene nada que ver” y “Gustavo”, refiriéndose a quien parece que dirigía la conversación, “¿tú estás permitiendo esto?”.

Para preocupación de todos, a pesar del torrente de quejas institucionales y personales que se difundieron ampliamente en redes sociales, Gustavo Navarro afirmó en una emisión posterior que la razón para evitar este tipo de comentarios es que hieren “sensibilidades”. Con un llamado a tener empatía, dio así el caso por “cerrado”. Pero el riesgo no radica en que estemos hechos de cristal sino que ni Andrés Pellacini ni nadie debe utilizar el espectro radioeléctrico que pertenece al Estado como le viene en gana. Al contrario de lo que afirmó también Gustavo, los periodistas no se deben solo a los directivos de la radio: son responsables de un espacio de dominio público, en el que no caben discursos de odio y violencia.

En el amplio paisaje de denigración de la mujer en nuestros medios de comunicación (a veces basta solo con ignorarla repetidamente como en radio Democracia, donde los paneles matutinos con frecuencia solo incluyen hombres), recientemente escuchamos a Andrés Carrión preguntando a una medallista olímpica si sabía lavar platos. Le habría ayudado aprender algo de los creativos entrevistadores de la BBC pero, sobre todo, reflexionar previamente sobre el mensaje que esa pregunta, en ese momento, evocaría.

No hace falta que los periodistas inciten al escarnio; es suficiente con crear el espacio para que los invitados actúen como si estuvieran en un camerino con Donald Trump. En La Posta, Roque Sevilla afirmó que habría querido ser como un conocido político al que “las hembritas le caían de todos los lados”, y Jorge Ortiz bromeó con la posibilidad de ver un supuesto video sexual de una asambleísta. Ninguno de ellos, con Luis Eduardo Vivanco a la cabeza, se cuestiona por qué se sienten llamados a referirse así a las mujeres en un espacio periodístico.

El argumento de Pellacini de que es el hombre quien dibuja la línea que separa a la mujer del irrespeto es el mismo de los talibanes a quienes retrata con aparente admiración. No solo que, según él, debemos andar cubiertas como los hombres estimen conveniente, sino que “no es algo muy grave” si un hombre le pone la cabeza sobre las piernas a una mujer que no consintió a ello, pues no equivale a tocarla.

En el mundo Pellacini, las “marchitas” de las mujeres “no cambian nada”, desconociendo la historia mundial y desmereciendo la lucha social por mayor justicia y equidad cuando buena falta nos hace. No se puede esperar mucho más de alguien que negó públicamente la gravedad de la pandemia por COVID-19, pero por eso es peligroso que cualquier persona considere que su libertad de expresión está por encima del manejo informado y responsable de sus opiniones, cuando además valora pobremente a las mujeres. (O)