Quien crea que la monstruosa matanza perpetrada el 23 de febrero en tres cárceles ecuatorianas se reduce a una guerra entre pandillas, todavía no se ha percatado de que el Ecuador no es la isla de paz que alguna vez nos hicieron creer. Para quien quiera leerlo, la inimaginable masacre de aquel martes negro que los mismos perpetradores se encargaron de difundir, contiene un mensaje dirigido a la nación ecuatoriana: “Nosotros tenemos el poder”. ¿Qué poder y de parte de quién? El poder de instaurar el terror como el lazo social entre los ciudadanos, y de instalarse en nuestra vida cotidiana modificando nuestros hábitos e infiltrando nuestras instituciones públicas y privadas. El poder de la cuádruple alianza entre las transnacionales del narcotráfico, la invasión de las guerrillas residuales vecinas, el crimen organizado local y la corrupción endémica en nuestra vida social y política.

A estas alturas, el lenguaje políticamente correcto ya no sirve para ocultar el fracaso irreversible de los llamados “centros de rehabilitación” constituidos en ISPC (Institutos Superiores de Perfeccionamiento Criminal). ¿Qué recuperación es posible en las condiciones degradantes e infrahumanas en las que viven los presos en esos lugares? ¿Qué perspectivas de reinserción en un país en el que la pobreza y el desempleo campean? ¿Qué curación para aquellos que sufrieron violencia física, psicológica y sexual en esos lugares? ¿Acaso todos los detenidos son ‘rehabilitables’, incluso con los recursos adecuados? ¿Están todos los que son y son todos los que están? Parafraseando lo que se dice sobre los niños, los locos y los ancianos, la manera como una sociedad trata a sus reclusos, dice mucho sobre esa sociedad.

Nuestro presidente dice que el narcotráfico internacional nada podrá ante nuestras gloriosas fuerzas armadas. No dudo del heroísmo de nuestros bravos soldados, y del esfuerzo permanente de nuestra valiente policía que, sin recursos suficientes, casi todas las semanas detiene cargamentos y traficantes de sustancias. El problema es que nuestros gloriosos defensores afrontan una de las guerras del siglo XXI, de aquellas que ya no son entre países y por diferencias limítrofes, sino de las que se libran por causa de las fronteras porosas y que enfrentan a los Estados contra sí mismos. Son las guerras que viven nuestros hermanos colombianos y mexicanos. Las guerras de impacto solapado que suman infinidad de víctimas y que pueden prolongarse indefinidamente.

Si el asesinato de Efraín Ruales constituyó noticia de primera plana por la simpatía y notoriedad del popular personaje, ello no debe ocultar el hecho de que el ataque de los sicarios contra supuestos rivales se ha convertido en un fenómeno ordinario que ya no constituye noticia. Poco a poco nos vamos acostumbrando peligrosamente a convivir con la delincuencia como una parte constituyente de la nueva “normalidad” ecuatoriana. Hoy se dice que todo empeoró con la salida de la base norteamericana de Manta en el nombre de la ‘soberanía nacional’. ¿De qué soberanía podemos hablar ante esta inflación criminal que vivimos? ¿Qué hará el nuevo gobierno ante todo esto? (O)