A este régimen le quedan menos días de los ofrecidos por un candidato a la Presidencia para vacunar a nueve millones de habitantes (tarea imposible en nuestras condiciones). Poco más que los días que se necesitan para cambiar un hábito o para participar en cuatro vueltas ciclísticas si se sucedieran la una a la otra. Muy poco para Phileas Fogg o, para sus antípodas del Reform Club, una inconmensurable eternidad. Siento que el reloj de mi cabeza me martilla en las sienes como un metrónomo que marca solo 66 golpes por minuto.

El presidente de la República, en los últimos estertores de su mandato, nos arrastra lentamente a la meta final esposados a las cadenas de sus amagues de gobernante. Día a día. Hora a hora. Pero a él se le ve tranquilo, como quien ya goza de su pensión vitalicia, en lugar de alguien que tiene deudas pendientes con el país. Son otros los que se preocupan por dar el vuelto justo, por no venderte una manzana podrida.

Me da risa pensar cómo en la primera ola de la pandemia, puesta la mascarilla, concertando una cita por teléfono mientras compraba comida, confundida boté una torre de productos en exhibición y me sentí mal porque tenía tanto miedo de contagiarme que no ayudé a recogerlos. O mi breve paso por la directiva de un grado de mi hija menor, en que llevaba las cuentas como si guardara las reservas del país. Cuando perdí una factura, la pagué con mi dinero, porque me parecía lo justo.

Mientras, van y vienen con la conciencia tranquila quienes vuelan en el helicóptero oficial que ni siquiera el novio debería usar, reparten hospitales y forman parte de comisiones para las que no tienen ni el conocimiento ni las cualificaciones. Y tampoco la moral. Duermen plácidos mientras en las cárceles, en una arremetida para aterrorizar a propios y ajenos, se asesina de manera atroz al menos a 75 presos. No les preocupa cuántos hayan logrado escapar de la cárcel en medio del caos, porque no están aquí o cuentan con las salvaguardas que construyeron con empeño en los pasados 1.373 días.

Uno a uno se continúan acumulando los agravios de estos cuatro años, y los cuatro años antes, y cuatro años más atrás. Cada cierto tiempo nos preguntamos entre familiares y amigos si vale la pena quedarse, si vale la pena esperar. Una a una pasan las semanas en las que parece que no podemos levantar la cabeza, pues cualquier resquicio de ilusión se ocluye con la siguiente desgracia. Lo que no llegaron a destruir, hoy está desvencijado por el abandono; quienes más necesiten la vacuna, quedarán olvidados.

Son tiempos de campaña y para ganar nos ofrecen lo que nunca nos quisieron dar: la esperanza que ya pisotearon y el encuentro que impidieron. El reloj continúa advirtiendo cuánto queda de lo mismo y cuánto falta para repetir el ciclo de errores, una vez más. Paralizados, agotados, desesperados, seguimos tratando de darle sentido a lo que nos pasa y lo que se nos viene. Y las manillas no dejan de marcar. Ocho por uno más diez por ocho días para volver a empezar. (O)