Mañana es el Día Internacional del Libro y la fecha no puede pasarme inadvertida. Las habituales celebraciones se harán de manera virtual o con esa reducción que llaman aforo. En España, algunos escritores darán charlas y firmarán ejemplares en esos actos de resistencia frente al fragor de la pandemia, que en muchos lugares del planeta tratan de paliar la vida menoscabada que llevamos.

Admitamos que en este año tan peculiar muchos hemos redoblado nuestro afán lector o nos hemos agarrado a esas tablas de papel para no naufragar en la desesperación. Y no es que las grandes obras de la literatura permitan la evasión o produzcan un alienante encantamiento: todo lo contrario. Lo literario se caracteriza por confrontarnos con la condición humana en todo lo pequeño, sufriente y desventurado que tiene. Las buenas novelas recrean con elocuencia que vivir supone caminar con paso tiento y siempre amenazado, que los planes estallan frente al azar, que las personas tienen demonios interiores. Y leer esas historias nos exorciza respecto de los reales riesgos de nuestras particulares existencias.

Obviamente, pensar en los libros no pone una proa exclusiva hacia la literatura. Esos maravillosos preservadores de la cultura acogieron todos los saberes, siguen siendo los transmisores múltiples del contenido de la psiquis humana que utiliza la palabra –código superior– para volcar todo cuando el mundo nos inspira. Los libros de filosofía, ciencias, arte, matemáticas, historia, derecho adoquinan el camino que nos ha traído al conocimiento de hoy y pese al auge audiovisual, sigue siendo el principal dispositivo de cultura. Por eso pasma y apena que haya numerosos sectores sociales desprovistos del placer y el crecimiento de leer –pobreza, fallas educativas, descuidos familiares–. Los datos recientes dicen que en tiempos de pandemia se ha vendido más que lo habitual y he visto en nuestro medio que locales y librerías se afanan en llevar a domicilio ese alimento del alma.

Valorando así lo que brota de quienes se sienten vocacionados por la expresión escrita y fieles a ella emprenden vidas que saltimbanquean entre el multiempleo y la precariedad, asombra que se haya pretendido dejar impagos a quienes escribieron versos lo suficientemente significativos como para quedar impresos en las paredes de la ciudad. Hubo una o varias mentes que creyeron que esos conjuntos de palabras ganaban el reconocimiento de ser tomados en cuenta. Y que eso era suficiente. Indignante concepción, ciega a que el oficio de escribir merece retribución y debe suponer una opción de ganarse la vida. Felizmente parece que la autoridad municipal va a enmendar tan oprobioso trato.

Esperamos que el proyecto de visibilizar la palabra y la persona de los autores se complete con los libros de los cuales esas palabras emergen, porque el bocado incita a la comida completa, porque son los libros los que deben correr y volar en libertad para caer en las manos y ante los ojos de quienes deben sostener con poesía y ficciones ambiciosas la apetencia de mejores días que nos domina hoy a los ecuatorianos.

En esa línea, me da gusto anunciar que la Feria Internacional del Libro inicia su camino hacia septiembre con una actividad que se proyectará mañana en celebración del magno día. Porque leyendo nos fortalecemos y nos liberamos. (O)